AN ANTHOLOGY OF OPTIMISM: UNA BUENA LECCIÓN DE TEATRO PESIMISTA



An anthology of optimism. Teater Camp X (Bélgica). Dirección: Jakob Wren y Pieter de Buysser. Producción: Campo Ghent (B). Texto: Pieter de Buysser, Jakob Wren.

www.anthologyofoptimism.com


Salamanca. 5º Festival de las Artes de Castilla y León.
Teatro Liceo, domingo 7 de junio de 2009.
20:00 h. Duración: 1h 10’.


Hay que cultivar el propio huerto

—Voltaire—


Un escenario de teatro lo soporta casi todo, menos la mentira. Por paradójica que parezca la anterior afirmación, estoy dispuesta a gritar a los cuatro vientos que la mentira teatral es abominada por el escenario y que la atmósfera teatral se enciende de chillidos mudos —los chillidos de lo groseramente fútil— cuando la están profanando. He sido testigo de una profanación y un ancestral sentido de la justicia exige de mí la siguiente denuncia.

Dos hombres vestidos con una normalidad desmarcada de significado (sé que todo atuendo es significativo pero estos dos hombres no parecían haber reparado en tal posibilidad semiótica: estaban vestidos como para ir a tomar una caña después de salir de su clase de idiomas), decía que dos hombres de apariencia anodina esperan, de pie sobre las tablas, a que su audiencia (con ese impersonal sustantivo colectivo «audiencia» se refieren a nosotros, los espectadores, durante su discurso) tome asiento. El escenario está convertido en plataforma de aula de conferencias con los siguientes elementos: dos sillas al lado derecho del espectador, una mesa/atril en la parte posterior derecha. A la izquierda del espectador, una consola de sonido. Sobre el suelo, en el proscenio, un proyector de transparencias que lanzará sus imágenes sobre un telón blanco que cubre el foro y que, de paso, acorta bastante la profundidad del escenario. Es un tópico afirmar que el aula de clase es un teatro y que el profesor es un actor de sus lecciones pero, tal vez, lo contrario no sea tan cierto. ¿Qué sucede cuando los actores vuelven trizas la convención del personaje y se convierten, con seriedad, en adoctrinadores de sus espectadores al enumerar, en tiempo real y con una burlona serenidad, los resultados de un experimento titulado Una antología del optimismo?

Todo empieza siendo convincente. Uno de los dos hombres habla desde el escenario mientras las luces del patio de butacas siguen encendidas y, con el mismo tono con el que se advierte a los espectadores que apaguen sus teléfonos móviles, empieza a decirnos lo mucho que le cuesta a él permanecer optimista en un mundo en el que los partidos de centro-derecha son cada vez más votados y en el que los recursos naturales “renovables”, como el agua, se acercan peligrosamente al bando de los “no renovables”. Algunos minutos más tarde, mientras se diluyen las luces del patio de butacas y queda acotada al escenario la convención de espacio teatral, el segundo de los hombres afirma que está harto de ese tipo de discursos. Dice que está cansado de los pesimistas bien bañados, bien comidos, bien reposados y califica al pesimismo como un lujo que no todos se pueden permitir. Acto seguido empieza a contarnos sobre el optimismo y los optimistas. Según el narrador (todavía no podemos hablar de personaje, el hombre se está dirigiendo a cada uno de sus oyentes en el patio de butacas), los optimistas son personas que, por haber padecido situaciones de dificultad real, se deciden a cambiar las cosas, poco a poco, empezando por su propia vida. Los optimistas deciden creer en la posibilidad de cambio como opción preferible a la del cómodo y quejoso pesimismo. Por tanto, los optimistas empezarán a actuar en positivo sobre la propia visión del mundo y, por extensión, empezarán a provocar cambios positivos en el mundo. Hasta ahí, todo va bien y resulta casi divertido puesto que los narradores (ahora hablan con micrófonos como auténticos animadores de circo) también tienen su punto de bufones y hacen, mientras hablan, gestos que podrían ser graciosos. Hasta ese momento yo estoy pensando que, de este experimento teatral con dos narradores no antagonistas, sin conflicto, sin desarrollo dramático de personajes y sin personajes, sin condensación de tiempo y espacio, sin creación de mundo alternativo, sin formalización sonoro-visual y con improvisación discursiva, decía que hasta este momento yo estoy pensando que de este experimento teatral, como siempre, algo se podrá aprender. Empiezo a sospechar que estoy siendo demasiado optimista cuando me doy cuenta de que los narradores se están tomando muy en serio su lección, de que, en verdad, nos están adoctrinando con su discurso sobre el «optimismo crítico» —así llaman a ese optimismo de acción cuyas particularidades mencionaré más abajo— y de que su puesta en escena ha sido, en efecto, pensada como uno más de esos gestos de «optimismo crítico» que pueden cambiar la situación del mundo. Es decir, su puesta en escena es una acción positiva que corrobora, en acto, el discurso que los narradores están intentado legitimar. De acuerdo en que el teatro tiene, de manera más o menos explícita, una función didáctica y, desde cualquier enfoque, una intención de impacto social. Pero de ahí a una sesión de motivación para jóvenes emprendedores, me parece a mí, hay una enorme diferencia. Mi optimismo es flor de un minuto cuando mi razón, no del todo educada para este tipo de discursos fáciles, empieza a preguntarse si la obra teatral denominada An anthology of optimism es:

a) ¿una parodia escenificada de los manuales de superación personal?

b) ¿una parodia de las charlas de motivación empresarial?

c) ¿una charla de motivación empresarial?

d) ¿una lección de auto-superación personal?

e) ¿una clase?

f) ¿una burla?

g) ¿un cuestionamiento genial sobre la convención genérica llamada “teatro”?

La clase, como lección, no deja de ser entretenida. Los narradores/animadores/adoctrinadores tienen el aula equipada con dispositivos didácticos que facilitarán a sus alumnos el aprendizaje de contenidos nuevos. De esa manera, todas las ideas importantes están escritas en cartulinas de colores a la manera de Post-It gigantescos (tamaño teatral), que enriquecen aún más la sensación escolar. En esos cartones se nos enumeran los pasos metodológicos de ese «optimismo crítico» que estos animadores profesan. La enumeración, lector con quien comparto estos minuciosos apuntes de clase, es la siguiente:

1) Aceptación de los hechos reales (un pesimista es el que se queda pensando en la realización imposible de grandes utopías).

2) Avanzar en pasos pequeños y posibles (estrategia que evitará el bloqueo).

3) Pensar en lo que será necesario para convertir a un pesimista en optimista.

4) El optimismo requiere imaginación (largo silencio y risas de la audiencia. Acertado golpe de efecto).

5) Resistencia (necesidad de resistir en el optimismo a pesar de que el pesimismo sea un mal pandémico).

Más adelante, los narradores se alternarán su camiseta del optimismo en el siguiente juego: cada vez que alguno de los dos se vaya poniendo demasiado cursi con su discurso, gana la camiseta. Al ganar la camiseta deberá emitir, de manera inmediata, un eslogan que haga referencia al optimismo. No importa la calidad literaria del eslogan porque, según recuerdan, Flaubert decía que los optimistas eran malos escritores. Emiten, entonces, frases de Julia Kristeva —«el optimismo es el amanecer del pesimismo»—, de Antonio Gramsci —«la tarea del modernismo ha sido vivir sin ilusiones y sin desilusiones», del Cándido de Voltaire —«hay que cultivar el propio huerto»— y de cosecha propia de uno de estos actores que dice (aquí parafraseo): no estoy interesado en el optimismo por sí mismo o el pesimismo por sí mismo, sino en las aplicaciones prácticas de uno u otro para lograr resultados reales de cambio dada una situación específica. Muy bien. Nada más tradicionalmente didáctico que usar el principio de la auctoritas, incluyendo en el discurso citas que lo validan. Nada más típicamente posmoderno que la construcción textual que rebosa de referentes y guiños literarios conocidos. La clase incluye, por supuesto, preguntas directas a la audiencia que nos dejan, pobres espectadores de teatro, cada vez más desconcertados. La lección termina con ejemplos prácticos de optimismo crítico entre los que se subraya la retórica de Barack Obama (nos muestran, en proyección sobre el telón didáctico, el vídeo de un fragmento de sus discursos) y la política de Antanas Mockus, ex alcalde de Bogotá. Hasta aquí mis apuntes de clase (espero, lector, que no te hayas aburrido porque la clase tuvo su sal).

Es demasiado fácil hablar a los espectadores sobre una buena idea que, bien formalizada como espectáculo teatral, habría podido ser un buen espectáculo teatral, pero que así, en charla, no deja de ser el atisbo en ciernes de un experimento teatral. Sin conflicto, sin personajes, sin construcción de mundo, sin desarrollo, sin tensión dramática, sin verosimilitud ni inverosimilitud, sin condensación temporal: el teatro convertido en aula de congresos para una charla de motivación personal simplista y simplificadora. Sin, tampoco, ese matiz paródico que mi optimismo intentó ver durante los setenta minutos de la puesta en escena y que, tal vez, hubiera rescatado el experimento de su nulidad. Los narradores/animadores/motivadores/experimentadores se lo estaban tomando en serio y creo que, muy en serio, se burlaban de nuestra inteligencia. El simplismo sin formalización escénico-teatral hacía mofa de nuestra capacidad de participar en juegos —léase propuestas escénicas— más complejas. Alguien podría argumentar que la no-formalización es otra forma de formalización artística. De acuerdo. Pero sólo cuando dicha “no-formalización” es intencional y funciona como parte de un concepto artístico global. Desde mi punto de vista, este no sé qué llamado An anthology of optimism se saltó ese sutil pero importante límite que separa al escenario de la plataforma: el escenario donde se construyen mundos posibles de la plataforma desde la que se adoctrina a un mundo. Y eso, a mí, me parece hacer trampa.

Valga ahora una aclaración: yo no estoy en contra del optimismo práctico. Anoche, el escenario pegaba gritos sordos mientras que dos motivadores daban saltitos optimistas sobre las tablas y nos dejaban, a quienes desconcertados mirábamos tal despropósito dramático, en el más absoluto de los pesimismos. Mi porfiado optimismo es el que, después de experiencia tal, me ha rescatado del supremo desaliento con respecto a las novedades teatrales que subestiman las posibilidades del teatro, y me ha llenado de valor para sentarme a escribir esta reseña.

La contra-crítica (necesito no ser auto-condescendiente con mi disgusto) empieza con el siguiente PERO:

Puedo tomar cualquier espacio vacío y llamarlo un escenario desnudo. Un hombre camina por este espacio vacío mientras otro le observa, y esto es todo lo que se necesita para realizar un acto teatral.

—Peter Brook—

An anthology of optimism puede ser (véase, arriba, la opción g), también, un cuestionamiento brillante —sutil y brillante— a la convención teatral, cuestionamiento escénico en cuya ejecución se hace trizas la idea más o menos convencional de lo que entendemos por “teatro”, en beneficio de nuestra propia liberación de dicha convención. La simplificación que convierte el espacio escénico en una plataforma de enseñanza subraya, con sencillez, esa cualidad didáctico-política del teatro que siempre incluye a los espectadores en determinada visión de mundo. La proyección, en ese mismo espacio aparentemente descargado de magia teatral, de fotografías y de cartas, es una mezcla intencional de géneros expresivos que destaca el hecho convencional y, por tanto, arbitrario de dichos géneros. La inclusión, en ese escenario-aula, del vídeo de un discurso político del presidente de USA, Barack Obama, insiste, de manera simultánea, en la teatralidad de las plataformas políticas y en la cualidad política de los escenarios teatrales. Dicha insistencia en lo teatral de lo real y en lo real de lo teatral, cuestiona de manera efectiva los límites de la ficción. La ficción del discurso político —la teatralidad del discurso político— queda subrayada en un contexto en el que se ha desactivado la convención ficcional del espacio escénico hasta convertirlo en un espacio de adoctrinamiento ficticio. Teatro-mundi contemporáneo: el teatro es una plataforma de doctrinas, las plataformas de doctrinas son teatros. Es posible que estos hombres sean unos genios. Y, si es así, no quiero privarme del gusto de, habiendo re-pensado mi disgusto, quitarme, delante de ellos, el sombrero. ¿O estoy siendo demasiado optimista?


Catalina García García-Herreros

Salamanca, martes 9 de junio de 2009





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