EL BESO DE COLLIURE. INVOCACIÓN DE ANTONIO MACHADO




Antonio M’ha’chado de casa. Eso pensé cuando salí de mi casa y estaba a punto de llover y primero había calles negras o grises, quioscos en casi todas las esquinas, farmacias, luces de neón al fondo, que anunciaban hospitales, cerrajerías, bares. En la Casa de las Conchas se habían dispuesto un número indeterminado de sillas, todas ocupadas, por supuesto, pero no por mí, ni por mis amigos. Otra gente, distinta, llegada de lejos, ansiosa, por los campos de castilla y las turbinas eólicas. Era la gracia insigne de la noche, o bien el verano que pesaba. Un guardia de seguridad vigilaba el evento, posibles incidentes, o para que nadie saliera a la calle a gritar poemas hasta morir de frío. Mi amigo me hablaba de Machado, trenzaba frases con sus versos, Oh, con qué divino acento me llega en este rincón de sombra y frío tu nombre. Estaba detrás de una columna escondido. Me escondí con él. Empezó el acto con un Power Point en el que se podían leer poemas de Antonio Machado, fragmentos con piezas de música clásica como acompañamiento. Sin intensidad y simplista por tratarse de un festival de esta envergadura. Luego la gente se desplazaba de un lado a otro, inquieta, y se miraba las manos. No hay que subestimar los paisajes de esta tierra microbiana. Dos oradores se pusieron a leer poemas de Machado. No había explicaciones, tampoco debería haberlas.

Incluso mi amigo, fanático de Machado, miraba al cielo desatento, y en un momento dado me dijo: mira qué luz más rara. Eran nubes rojas rodeando la Casa de las Conchas mientras los oradores declamaban y la mayoría de los ojos se cerraban (muy pocos para volver a abrirse después). Un caballero acompañaba la lectura con una excepcional interpretación al celo. Buena voz, tenían los oradores, claridad en la dicción, incluso momentos intensos, pero la seriedad abrumaba, el dolor fingido me resultaba apócrifo, algo fallaba en la arquitectura del lugar y del evento. Porque empezó a llover sobre la Casa de las Conchas, que carecía de techo, y la gente huyó en desbandada para refugiarse bajo los pórticos. Desde allí, y a través del patio, la vida era como si nos golpearan con ella. Estábamos a diez metros de los oradores, que leían con profesionalidad, sin venirse abajo; y entre ellos y nosotros había una fina capa de lluvia, que lo tornaba todo borroso, que deshacía los colores y las voces. Temblábamos, ellos y nosotros: íbamos a coger la gripe. Esa distancia que se creó, con el patio vacío y encharcado alrededor del pozo, resume bien el motivo por el cual pienso que cuando se lee poesía, no basta con leer poesía, y cuando se escribe poesía, no basta con escribir poesía. Hace falta, en cambio, tocar las cosas, girar los ojos, pensar en la comida, tener ganas de temblar aunque no haga frío.


Víctor Balcells Matas




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