MOMBAÇA V Amaestrar el esfínter es poner fin a la omnipotencia de Dios: el viaje




No era la meta, sino el estilo, lo que tenía que cambiarse


Reinhold Messner


Un viajero no sabe adonde va, porque de no ser así estaría simplemente desplazándose. Confundir viaje y desplazamiento equivale a obviar la enorme distancia entre el muchacho teledirigido que organiza una excursión campestre con fecha y hora de recogimiento pactadas de antemano y el hombre que se lanza a la ventura. Como el mismo Charles dice en otra parte de su poema, los verdaderos viajeros sólo parten / por partir; corazones livianos, como globos, / jamás escapan de su fatalidad, / y, sin saber por qué, siempre dicen: ¡Vamos! El deseo de geografía embriaga al hombre que contempla el mundo desde los barrotes del urbanismo contemporáneo. Al tiempo que se ramifica la claustrofobia, la angustia puebla la terra incognita de las regiones menos atendidas de su vida cotidiana. La fuga sin fin, el viaje al fin de la noche, aparecen entonces como la única cicatrización posible, allá donde el viaje mental y el viaje físico confunden su pagus a modo dantesco.

Cuando Thubron y Chatwin, dos ejemplos anglosajones en cuyas figuras escritura y viaje comparten frontera, dudan entre definirse a sí mismos como escritores que viajan o como viajeros que escriben, nos están remitiendo a una familiaridad que por demasiado intuida nos parece casi ahistórica. Y ello resulta natural, pues en cuanto horadamos la memoria en busca de referencias para perfilar la figura del homo viator, en seguida acude a nuestra memoria la ceguera exploradora de Homero y la via smarrita que precipitará a Dante a los infiernos. En ambos casos se trata de momentos fundacionales de la cultura que somos (o la cultura que, en cualquier caso, nos ofrece el arsenal simbólico al que habremos de recurrir en busca de una identidad). Y en ambos casos escritura y viaje se hermanan de tal manera que la duda no tarda demasiado en aparecer: ¿acaso no comenzará el viaje en la narración que da cuenta de él? Y, restringiendo algo más el campo, ¿no será tan imposible una narración que no viaja como un viaje nunca narrado? Este breve texto quiere ofrecer los elementos a partir de los cuales sea posible comenzar a elaborar una respuesta a tales cuestiones.

Metáfora del deseo y de la libertad, el viaje ha llegado a nosotros como uno de los recursos del hombre más evidentes para alcanzar el conocimiento propio. Cuando, no mucho tiempo atrás, los mapamundis pretendían figurar con un espacio en blanco la situación de una región inexplorada, la imaginación del aventurero – recordemos que el viaje, el verdadero viaje, no es otra cosa sino ir a la ventura – precedía la expedición sin fin previsto que estaba por comenzar. Podríamos incluso hablar aquí de una empatía tan poderosa como extraña entre el espacio decolorado del mapa y el espíritu inquieto del que va a arrojarse, arrastrado por la fuerza de la atracción que lo ignoto ejerce sobre él, hacia su destino. Algunos cuentos vagos, un par de coordenadas difusas, el anhelo de tierra y de mar, un deseo de proyectarse sobre el abismo y cualquier estigma de seguridad o de previsión alojado en el lodazal de la vida anterior - de la vida que requiere un cambio de rumbo – bastan. Tal y como nos dice Wiesenthal, la gente que sabe adonde ir no llega muy lejos. El viaje es siempre un viaje imaginario, porque la imaginación nos socorre al trazar el mapa de nuestros pasos futuros y al sobrescribir en ellos la ruta narrada. Un viaje que al concluir nos deja indiferentes no ha supuesto reto alguno. Y, evidentemente, cuando el reto no existe la inercia ocupa el lugar de nuestra indefensión. Es por ello que el deseo y la imaginación son los únicos fardos soportables para el que se va, huyendo de sí o huyendo del otro, en busca de algo que bien pudiera no ser nada; los límites del viaje coinciden entonces con los límites del deseo del viajero y de la imaginación que lo posibilita.

El fin del viaje es no tener fin. En tanto tal se opone a la vida de relojería cotidiana y la conjura. Lo relamido no tiene nada que hacer ante el embiste de lo que se nos escapa, de lo que se construye en la conjetura, de lo que nos pervierte en sentido amplio, desdibujando nuestras señas ontológicas con una simple y directa invitación al desbarajuste. La transformación que el viaje opera comienza por la destrucción de la materia prima. Cuando pretendemos dar una continuidad – siempre utópica, por otra parte – a nuestra historia, ya pretenda ésta alzarse al nivel comunitario o restar en la individualidad aparentemente más abordable, nuestro modo de proceder no difiere en demasía. Así como es necesario matar al niño antes de matar al padre, es necesario que algo del niño vuelva cuando de lo que se trata es de acabar con la adolescencia. Del mismo modo, el humanismo renacentista no hubiese sido posible sin un Medioevo espiritualizado, ni las vanguardias tendrían razón de ser si no hubiese, en su momento de ejecución, algo contra lo que dirigirse, algo que destruir. El viaje, pues, antes de construirnos nos destruye, y ello es posible porque las condiciones de existencia que instaura son de signo opuesto a las de nuestra vida cotidiana, fundamentalmente en lo que se refiere al modelo teleológico que una y otra esfera inauguran.

En este no tener fin percibimos un rumor de fondo común al viaje y a la escritura. Así como el escritor sabe bien que ninguna palabra es la definitiva, el viajero tiene la certeza de que ninguna gasolinera será la última. Pero también ambos saben que cualquier gasolinera y cualquier palabra son susceptibles de concluir su viaje o su narración. Cuando escuchamos una vez más al escritor de turno decir que él no se siente dueño del texto, sino que su labor ha sido la de escuchar lo que el texto tenía que decirle y apadrinar su auto-engendramiento, es como si estuviésemos escuchando al viajero que nos dice cómo el azar ha decidido su ruta. Narración y viaje se construyen situando al narrador y al viajero como espectadores que asisten al despliegue de su propia vida. Fuerzas centrífugas pues que construyen en su movimiento, al alimón con la imaginación y la memoria, el viaje, el viajero, el narrador y la narración.

Hay además una palabra que no podemos pasar por alto: horizonte. Sabemos que estamos en la ciudad porque miremos adonde miremos no asoma nunca el rostro del horizonte. Y, sin embargo, éste es – y debe ser – la única certeza del viajero. Nos hemos habituado a vivir en nuestro apartamento-celda ubicado en el espacio ocupado por los coches y diseñado al capricho de las necesidades del mercado. En puridad, usurpamos el hábitat que nosotros mismos hemos cimentado para la mercancía. Evidentemente, las consecuencias de tal usurpación no son visibles, ya que nos han subsumido hasta tal punto en su monodia que el simple prurito de palinodia sería interpretado como el primer síntoma de delirio. Si el rey de la ciudad es el fetiche, el no-fetichista debe partir. A su vuelta nos hará visible el relato de lo que somos, antes de que la marea urbana nos impida preguntárnoslo o nos disgregue en una multiplicidad de objetos que serán, a la postre, nuestros vicarios.

El flâneur es el viajero inmóvil, el fetichista que suplanta, sin salir de la ciudad, al viajero. Al modo de la tragedia griega, donde la inmovilidad de la escena da la impresión de una serenidad que contiene las turbulencias espirituales de los actores, el flâneur pasea su dandysmo apropiándose de la ciudad aparentemente tranquilo, por encima de los padecimientos de aquellos con los que establece una mutua interdependencia. Su viaje interior podríamos asimilarlo a la experiencia psicogeográfica situacionista, que plantea, en términos de deriva, la actitud de un autostopista intramuros. La continuidad entre viaje interior y narración tiene un epílogo que le da sentido al nivel de la fábula, pues a partir de la rememoración de nuestros pasos nos percatamos de haber viajado. Queda así el viaje tejido en una narración dadora de sentido y significado, una textura que hace nuestro el viaje al tiempo que comenzamos a pertenecerle. Son estos – y no la cerámica autóctona o las fotografías de torres torcidas - el tipo de souvenirs que acumula el verdadero viajero. Para decirlo con Louis-Ferdinand Céline, nôtre vie est un voyage.


Juan Manuel Escourido Muriel



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