Inmundos textos: De la filología a los estudios interartes

Detengámonos en el movimiento paradójico de una ‘imagen’ que fuera ‘obscena’, de lo ‘obsceno’ devenido ‘imagen’. Ob scena: fuera o al margen de la escena, allende representación; ob caenum: de la basura, que provoca repulsión. Sea como fuere, devenido imago lo obsceno convoca lo porno-gráfico. Lo formula Hal Foster: «¿Puede haber una evocación de lo obsceno que no sea pornográfica?» (The Return of the Real). Toda obra de arte es obscena, al perder el «mundo», que será sólo detritus. Al escenificar lo no-escenificable, ese «mundo» excretado, el confabulador verbal o visual, transmútase en pornógrafo, maese de obscenidades. Sí, acaso el artista verbo-visivo lo sea siempre, y la representación inexorable una pornocracia: la representación trae a escena lo muerto, el cadáver; y del cadáver se dice: «si hay un sujeto de la historia de la cultura de la abyección en absoluto, no es el Trabajador, la Mujer o la Persona de Color, sino el Cadáver» (Hal Foster, ibidem). Un nuevo input, pues, el de ‘lo abyecto’ —la categoría de lo extremo radical excluido en lo obsceno (Foster sigue a Kristeva)— como lo irreductible en toda representación de mundo, así portadora de lo in-mundo. Como esa impresionante visitación de la morgue propuesta por el fotógrafo-artista Andrés Serrano, acercamiento paulatino al cuerpo presente, al rigor mortis, con aquel «espíritu crítico con el que hay que observar una obra de arte» que diría W. Benjamin: «con la misma ternura que un caníbal utilizaría al cocinar un nascituro». En la serie The Morgue (1992) se nos propone el acercamiento radical, acaso imposible, a lo abyecto. Al cuerpo muerto que, no obstante, como sugiere el conocido cuadro La lección de anatomía de Rembrandt, aun conserva una ínfima centella vital. La mirada del «tercer ojo» —la cámara fotográfica— no es violadora —como lo fuera la de un Peeping Tom (Michael Powell)— ya que se acerca al tabú corpóreo sin exponer su sujeto. Nótese como, y esto vale para otras obras de este fotógrafo, no tenemos una exposición frontal del rostro, siempre captado como fragmento.

No obstante, y a pesar de ese theatrum mundi que intima con/lo inmundo, es distinta la graduación de obscenidad en las escenas escópica y caligráfica, distintas las textualidades de lo inmundo, discriminación que el título de este breve ensayo no busca rasurar. Vexata quaestio, hasta cierto punto, que puede introducir, por ejemplo, un W. J. T. Mitchell, quién alude a hitos previos como Peirce, Goodman, Cavell, Wittgenstein o Rorty. En síntesis, Mitchell nos invita a plantear el imperium de lo pictórico bajo en signo de la paradoja, la de una cultura exponencialmente apologética de la imagen visual al mismo tiempo que desarrolla diferentes modulaciones discursivas imagofóbicas: «What is specific to our moment is exactly this paradox». Proposición enunciada a inicios de los años 90, negociaba también la tensión percibida en distintas disciplinas, que no habían aún encajado la profundidad del «giro lingüístico». Desnaturalizadas la lecto-escritura y la visión, devueltos a un horizonte histórico y político tanto el lector como el spectator, la ‘imagen obscena’ comparece en mi ensayo tanto en su incardinación visual como verbal de los trabajos fotográficos de Andrés Serrano, del que destacaré la serie A History of Sex (1996).

Apunte suelto y escueto, pues, sobre imagografías y logografías ‘obscenas’. «Artista abyecto» lo calificó Foster, hacia mediados de esos años 90, a Andrés Serrano, momento en el que aún se podían oír los ecos de la conocida polémica detonada por Piss Christ. Bajo mi concepto, lo notable de la obra de Serrano hasta ese momento fue la activación del tránsito entre lo conceptual/abstracto y la reinscripción de lo humano en la serie Bodily Fluids. Orina, semen, sangre y leche, se disponen en una espacialidad pictórica en la que el cuerpo comparece descompuesto en líquidos esenciales. En el cuerpo, reducto de lo sacral, Serrano concede valencia estética a aquello que, objeto del tabú, eyacula, expulsa, fluye y drena. La propia sangre, años más tarde —nuevamente tabuizada a raíz de la eclosión coetánea del SIDA y sus tropologías—, comparecerá en su declinación menstrual, subrayando la trasgresión artística de los fluidos impuros, es decir, socio-culturalmente marcados como inmundos. Invención de una sangre pura, un semen puro, una leche pura, no bióticos y, sí, artificios estéticos, reinventando el cuerpo del artista a partir de lo que el cuerpo excreta, expulsa. «Visibilidad paroxística» (Linda Williams, Power, Pleasure, and the Frenzy of the Visible), diríamos, si atendemos al proceso fotográfico de la serie seminal, o nutrición materna ausente, si hacemos lo propio con la serie láctea.

Trayectorias espermáticas y sanguíneas, aquende la plusvalía de los «cum shots» del «hardcore» y su interdicción del menstruo. La serie Bodily Fluids —véanse «Milk, Blood» (1986), «Blood and Soil» (1987), «Piss» (1987), «Circle of Blood» (1987), «Blood and Semen» (1990), «Bloodscape» (1987), «Piss and Blood» (1987), «Ejaculate in Trajectory» (1988-89) o «Semen & Blood» (1990)— responde a una reinscripción del diktakt vanguardista del «hacer nuevo», reinscripción del agon formalista de las vanguardias, reinscripción ciertamente tardía. En una entrevista, Serrano lo explicita: «Ezra Pound once said, ‘Make it new’. I do. And make it real, too» (America and other work, 2004). Si lo nuevo de las vanguardias históricas (suspendamos de momento los matices) conducía a aquello que Adorno llamó «methexis en las tinieblas» (Teoría estética), Serrano propone el encuentro de lo «nuevo» con lo «real».

Ahora bien. Justamente porque la ética de la forma comanda el gesto artístico, ‘deshumanizando’ los fluidos corporales —abstrae de ellos colores, formas, enfría los líquidos excretados que, entre lo tépido y lo caliente se transmutan en «fríos»—, el «hacer real» es agenciado por la palabra. Son los títulos de las fotografías que reinstalan aquellas formas y colores en el teatro de «lo real» del cuerpo. Serrano abstrae de la sangre una visualidad pura, ascética, sin la valencia sinestésica del líquido sanguíneo que propuso, por ejemplo, un Hermann Nitsch. Ese mismo ascetismo plástico vale para la orina, la leche, el semen. Color, forma y, también, iluminación reducen a significante autotélico los líquidos; empero, las palabras —«piss», «semen» o el algo equívoco «milk»— devuelven la tensión de lo referencial. «Hacer real» y «hacer nuevo» no colapsan en una escena pictórica que fuera suplementada por un exceso de estética, un exceso de autoreferencialidad.

En A History of Sex (1996) Foucault está en tanto que la representación sexual no responde tanto a la producción de «identidades sexuales» y si a entender lo sexual como fenómeno «creativo», es decir —aunque la ecuación pueda ya parecer algo manida— como fenómeno «estético». Este salto más allá de lo identitario —en suma: de lo político— conlleva dimensionar la energeia sexual como pulsión inventiva. Las fotos de la serie A History of Sex, en este sentido, no nos proponen, bajo mi punto de vista, objetos que repliquen —en tanto posibles ‘objetos correlativos’— pulsiones sexuales abscónditas, acaso reveladas por la obturación fotográfica. La imputación de ‘obscenidad’, la imputación de una mostración que diríamos ‘pornógrafa’ —imputación que mueve el vandalismo que viene siendo perpetrado sobre la obra de Andrés Serrano— supone el concepto de que las imágenes revelan pulsiones recalcadas. No me parece que este quehacer fotográfico tenga este marco teórico. Antes bien, esta A History of Sex, cómo manifiesta el título, busca el sexo en su historicidad constitucional. Las imágenes devienen, pues, plasmación de sexualidades captadas en su plasticidad, es decir, en tanto estetización de potencialidades vitales. Las performances sexuales son, en este sentido, producción de placer, como querría Foucault. Esto supone, además, el cortocircuito de la contemplación y sus fines. No se trata de someterse a docencia, ya que no se fotografía con intención propedéutica. No se arguyen revoluciones y costumbres. Disimilados sexo, deseo y placer, lo que se muestra es la exponenciación de las condiciones de posibilidad del placer, que sigo declinando al abrigo foucaultiano. Sólo ‘liberado’ de anclajes ontológicos y metafísicos, puede exponerse el sexo en su historicidad. Andrés Serrano, creo, nos representa esa liberación como algo ya consumado. No dejan, anótese, de comparecer las ‘identidades’ y sus determinaciones ‘éticas’. Empero, lo hacen en tanto mediadores de placer, y no tanto como política de identidades. Más allá de un discurso de verdad del sexo, la captación de la autenticidad sexual. Retengamos, por ejemplo, la foto que, en su día, provocó escándalo en la exposición... Se muestra mujer ataviada en hábito monjil orinando sobre la cara de un hombre. La valencia de la escena —no dejando de ser política al invertir la posición de los genera de la narrativa explícitamente aludida: la inseminación divina por medio de lluvia dorada— no estriba en el destripar de una pulsión oculta que, mediante un discurso de verdad —la fotografía— se hiciera manifiesto. No se retrata la verdad del sexo, es decir, en función de una verdad del sexo. Ello significaría, si fuera ese el caso, algo como una ‘expresividad sexual’. Mas lo que se nos propone es, antes, la producción de placer, la exhibición de una ars eroticae. Los sujetos de las fotos de Andrés Serrano no piden absolución, no demandan una contemplación que los redima, do exigen que la sociedad se reconcilie con su sexo. Nos dicen: somos auténticos, no carecemos de (vuestra) interpretación que se ajuste a (nuestra) verdad.

Lo obsceno, lo inmundo, comparece en tanto que el objeto aúne la imago y el verbum. En todo caso, algo queda de fuera: el objeto non olet. La comparecencia de lo obsceno viene determinada por esa verbalización de lo no-verbal: ekphrasis. ¿Será lo obsceno un «objeto ecfrástico» en tanto «reescritura» de lo no-verbal en lo verbal? Sigo a Claus Clüver, aunque sólo en lo que atañe a su propuesta de definición de la ekphrasis (1997). De mi cosecha, empero, añado al debate el cruce de lo ecfrástico con lo obsceno. Y, además, la inquietante noción de una obscenidad que lo sea por determinación del logos. Ello parece ser así en dimidiados verbo-visivos como el celebérrimo «Piss Christ» (1987), o «Semen & Blood» (1990). Acaso sólo mediando el objeto artístico por su legenda —«meada» o «orina», «Cristo de la Meada», «Cristo de la Orina»— la imagen deviene «obscena». ¿Cabe preguntar: meada «real» (meada de artista, como tal otra «merde d’ artiste») o orina «ficticia»? Es la palabra, el verbum, que subtitula el objeto lo que determina la pregunta (y, por ende, el imperium de la interpretación y obsolescencias como la «hermenéutica»). En todo caso, lo que me importa subrayar es que la reescritura obliga lo estético a vincularse a lo moral: la filología retrasa los estudios interartes. Lo moral sólo comparece por ese movimiento ecfrástico. Y no se trata apenas de deducir esta comparecencia en función de un objeto que sea dimidiado verbo-visivo. El propio proceso de reescritura que es la interpretación aboca lo estético a lo moral. En todo caso, un modelo de interpretación, aquella justamente que se subsume a un régimen logóico. Asimismo, se vislumbra un otro modelo de lectura que lo fuera sin ese devenir. ¿Acaso imposible? Somos demasiado humanos, ya se sabe, sobre todo cuando/porque «leemos». La dificultad es extrema, además de conocida, nos la resume Enzensberger: «el lector, cualquier lector, tiene la fatal tendencia a establecer relaciones y de rebuscar incluso entre la peor sopa de letras en busca de algo parecido a un sentido» (Mediocridad y delirio). La pornografía es un constructo del primado filológico, la filología esa ciencia imperialista del lenguaje.

En fin, entre otras, dos últimas imágenes de Andrés Serrano, propuestas de teatros sexuales («sexual scenarios», fotógrafo dixit) en que la ilusión referencial es (des)integrada por la repulsión: a) «Heaven and Hell», de 1984: sobre fondo azul, un cardenal da la espalda a un torso de mujer, desnuda, cabeza caída hacia tras, pelo rizado colgando por la espalda. Torso a la derecha, cardenal a izquierda. El torso enseña rastro de sangre reseca que ha caído por lo senos, dibujando líneas verticales casi perpendiculares al sombreado de las costillas. Brazos alzados en esfuerzo, colgando de una atadura que anuda los puños. Vemos cuello y barbilla, acaso sugiriendo muñón sobrante de decapitación. Por contra, el cardenal es todo rostro, todo cabeza plantada sobre la rigidez del alzacuello. Cara limpia, sobre-afeitada, mirada dirigida al suelo, soberbia humilitas que contrasta con el cuerpo desposeído y humillado del torso femenino. La firmeza, la vis erótica del cuerpo femenino colgado, contrasta con la cara enferma del cardenal. b) «Daddy’s Little Girl», del año 2000: sobre fondo azul, cielo acartonado e hiper-dramatizado, octogenaria trajeada con fantasía de princesa, portando diadema sobre el pelo blanco, que cae en desaliño a ambos lados del rostro. El colgante de la oreja izquierda es igual de fake que las estrellas de la diadema, rimando con el cielo en un todo cursi. El disfraz va del granate al rojo, con apliques dorados y metalizados. Las hombreras del traje imponen un porte, una postura, más firme a la figura, mucho más firme de lo que la flacidez del rostro (resisten al cadáver, en tanto in firmo, es decir, carne poco firme, cadáver pospuesto y adiado), piel arrugada a la que se superpuso pátina cosmética, pudiera hacer suponer. Contorno de ojos marcado con rimmel, apenas disfrazando las papadas de los globos oculares. La precisión de la pintura de labios subraya la finura de los mismos, que se entreabren apenas. Las manos tienen representación escasa, sólo se ven nudillos descarnados en los que brillan sendos apliques anulares. Ambos conjuntos de falanges levantan una falda roja, enseñando la parte superior de los muslos y una vulva depilada. La piel, en este caso, sobresale por su aspecto terso y firme, ilusión provocada por unos panties color carne. El trampantojo sólo se manifiesta con claridad por una costura azul que dibuja la vertical de los genitalia, los labios vaginales entrevistos.

¿Puede ser bella una imagen pornográfica? ¿Puede ser pornográfica una imagen bella? El quiasmo no rasura el matiz que distingue ambas cuestiones. Discriminaciones en estos términos lo son en sede jurisprudente que, en todo caso, acometen una legiferación imposible, como ya se había puesto de manifiesto en la polémica al rededor de Piss Christ: «in the lawsuit over Piss Christ, the court struggled with the paradox that an artwork might be beautiful and (yet) obscene» (Alison Young, Judging the Image. Art, Law, Value). Grafología inmunda, imagología inmunda, escritura sucia, visualidad sucia... Lo inmundo y lo sucio lo son por legiferación demasiado humana, aquende una fascinación extramoral. Lo presentable —escribible, visible— no parece borrar la ecuación del decorum. Mas la ecuación del decorum sólo adviene en la sublación de lo indecoroso.


Pedro Serra



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