MOMBAÇA I: HOMO VIATOR: Pasajes a través de relatos y representaciones de viajes bajo influencia

La literatura, el viaje y el fármaco aparecen indisociablemente unidos desde la más remota antigüedad, atravesando todo el fondo folclórico y mitológico, inscribiéndose en la primera construcción literaria conocida. El poema de Gilgamesh: viaje del rey de Uruk a la estepa donde mora Enkidu, amistad de ambos, viaje al bosque de los cedros donde vencer a la serpiente Khunbaba, muerte de Enkidu y miedo a la propia finitud; es allí donde comienza la verdadera búsqueda, la de la planta psicoactiva que existe en el fondo del océano (de la muerte) y que regala la inmortalidad a los hombres. Evidente por esperable, fracaso de la búsqueda: el sueño, el ensueño que rodea a este vegetal, adormidera, es aprovechado por la serpiente para devorar el fármaco de la eterna juventud.

La literatura de estos viajes nos lleva al más allá, bajadas a mundos infernales, a realidades terribles, a otros planos de existencia, geografías drogadas y psicogeografías. No exploraremos aquí las conexiones entre estas descripciones y sus modelos narrativos y los imaginarios de las culturas chamánicas (Furst) e incluso su evidente presencia en los relatos míticos de la Antigüedad, desde la mencionada epopeya mesopotámica al viaje homérico o al retorno al futuro del Apocalipsis bíblico (Graves).

El viaje apocalíptico es un ejemplo único de metaliteratura. El tránsito se produce sin desplazamiento; su sujeto se precipita en el éxtasis del tiempo a través de la ingestión de un peculiar fármaco: «Fui pues al ángel, pidiéndole que me diera el libro. Y me dijo: Tómalo, y devóralo, que llenará de amargura tu vientre, aunque en tu boca será dulce como la miel» (Ap., 10,8). Escena representada una y mil veces en la iconología religiosa como una ingestión muy poco metafórica. Ese libro contiene justamente el relato de su viaje y de la destrucción futura, su ingestión permite el tránsito de la realidad a la visión, el viaje astral o interior hacia una realidad que, como demostró Citati, es fundamentalmente libresca, intertextual: un viaje literario en el interior de la Biblia, un recorrido por sus imaginarios.

La vida como navegación y los peligros de la travesía homérica, esa es la gran metáfora que no abandona estos campos de escritura. Navegación sin cabotaje, con ese locus central, punto de no retorno, que es sin duda la isla de Circe, poderoso no-lugar, pliegue de una narcosis dimensional inmune al tiempo, estanque donde las aguas de Heráclito fluyen detenidas. El fármaco puede ser origen del viaje o estratagema en su interior (como el extraño vino ofrecido a Polifemo), puede ser su búsqueda o su peligro. El remolino Caribdis, con toda su violencia, no es más que una anécdota en el viaje, una suerte de maleta extraviada por Iberia. El verdadero problema son los ensueños de nepente de esa isla misteriosa, fármacos del olvido y del reposo.

En esas narraciones y a través de otras muchas (las pócimas del sueño de Medea, los bebedizos de Dido, o los ungüentos de los cuentos de Luciano de Samósata), se configura una geografía fantástica, que se trasladará durante siglos a una cartografía, imago mundi, de carácter farmacológico. Una visión animista, iniciática del cosmos, con sus árboles del bien y el mal, sus ríos infernales del olvido y la memoria (Leteo, Estigia), fuentes de la inmortalidad, jardines de las Hespérides, paraísos de la reina Sibila... El relato del viaje inventa el mundo, con, mediante o, incluso, a través del fármaco. La palabra escribe en los confines de la terra incognita utopías ontológicas y otorga señoríos generosos al olvido, a la inmortalidad, a la euforia. En la distancia que el viaje ofrece, una planta, un bebedizo una redoma son metonimias del sentimiento humano.
Literaturas medievales de la aventura, de la quête. Dejar el espacio de la corte y salir al mundo: el roman, monumento al error, resume la posibilidad de hacerse caballero a través del viaje y ascender socialmente. Metáforas químicas para expresar los complejos juegos de equilibrios a los que está sometido el cosmos, balanzas de fuerzas invisibles con las que debe interactuar el caballero. Así, la búsqueda iniciática del amor de Tristán atravesada por la parafarmacia gaélica (los filtros de la madre de Iseo) que es a un tiempo la búsqueda terapéutica del remedio que cure del envenenamiento físico y existencial que le posee. Y otras búsquedas menores, la de los fármacos milagrosos con que la nobleza europea sueña con recomponer los cuerpos heridos por la guerra o aquélla de las persecuciones de las fuentes del amor y el desamor de la literatura pastoril.

Y, entre ellos, el prodigioso viaje lunar que describió Ariosto en el Orlando Furioso, donde Astolfo encuentra el archivo químico en que los selenitas parecen guardar todas las cosas que se pierden en la tierra y, desde luego, la razón de un enloquecido Orlando, precioso líquido destilado en una ampolla. En ese rastro en que parece haberse convertido la Luna, todo aquello de inmaterial y de abstracto que concierne a la vida humana se materializa en la forma de líquidos preciosos: «Lloro, suspiros férvidos de amantes;/Las horas que en los vicios se enajenan;/El tiempo inútil de hombres ignorantes;/Locos designios que la mente apenan,/Y los vanos deseos pululantes,/La mayor parte de aquel sitio llenan:/En suma, todo cuanto aquí perdimos,/Lo podremos hallar, si allá subimos».

Y arquetipo de estos viajes iniciáticos y psicotrópicos debemos mencionar la búsqueda de todas las búsquedas, la Quête du Saint Graal. A pesar de la multitud de interpretaciones que lo rodean, y pese a una cierta tendencia a entender este misterioso objeto desde una perspectiva exclusivamente religiosa y desprovista de articulación material —¿y cuándo el fármaco no estuvo traspirado completamente por lo religioso? (Escohotado)—, es indudable el carácter farmacológico de esta arquitectura textual, prodigio que mueve genealogías mitológicas de personajes, artefacto capaz de la curación y el éxtasis, enteógeno que es sangre de Dios y Dios a un tiempo. Una vez más, el viaje físico es químico, el viaje real es literario, la búsqueda es la metáfora de la búsqueda, la quête es su discurso (Torodov).

Viajes iniciáticos que posteriormente serán las Crónicas del descubrimiento, traspasadas, atravesadas por la fascinación ante la farmacia indígena, que generarán discursos de ida y vuelta en sus metrópolis e insondables polémicas, como la que se desarrolla en la primera mitad del siglo XVII en torno al Tabaco. creando flujos circulares trasatlánticos que cristalizan en imágenes hermosísimas de hordas de ebrios apóstatas voladores de la pluma de jueces europeos: «Asegura De Lancre que varios viajeros ingleses llegados a Burdeos por mar habían visto dirigirse hacia Francia tropas de demonios [...] pues como los misioneros enviados a las Indias, al Japón y a otras partes habían logrado grandes éxitos, los demonios expulsados por aquéllos se habían visto obligados a emigrar, encontrando campo propicio en aquella tierra abandonada» (Escohotado).
El viaje es desde luego también su miedo, a que este transforme el lenguaje de la comunidad, a que la visión, la química del mundo, introduzca cambios fundamentales en su estructura. Es el pánico de las estructuras de poder a la emigración ilegal de las ideas, al potencial subversivo de las búsquedas y las investigaciones en la conciencia y en sus limitaciones. El viaje es además huida, gimnasia de disconformidad ante un estado de cosas, deseo de salir del siglo y de moverse fuera de él.

Toda esta mitología bajo influencia cifra históricamente estos movimientos, los éxodos del hombre: el tránsito de la estepa a la ciudad en Gilgamesh, del nomadismo a la agricultura (Gil Bera); del comercio helénico y la expansión de los pueblos antiguos en el mediterráneo; de la necesidad de la guerra externa y codificada para la baja nobleza medieval (Köhler); del nacimiento de las rutas comerciales en la Edad Media tardía y en el Renacimiento. La literatura aparece como laboratorio de la historia, sintetizando sus preparados, sublimando los discursos, donde las problemáticas del ahora se transforman en proyectos utópicos que inscriben en su interior el movimiento como un síntoma y la pócima como una promesa.

Pero debemos situarnos ya en un espacio distinto, en un punto de inflexión en esta tradición. No mencionaremos aquí el discurso ilustrado sobre la botica y sus trasiegos, recorridos, tránsitos (González Bueno), y nos desplazaremos ya hasta los inicios del capitalismo industrial, la modernidad decimonónica. El viaje y sus articulaciones se repliega hacia los sujetos, se libera de su proyección colectiva: el individuo aislado en su desplazamiento, en su peculiar aprendizaje de lo anónimo. El periplo se hace íntimo, interior e incluso ya no se hace.

Es el momento de la emergencia de mercados coloniales y del opio, láudano, éter, nepente y hachís, de la mercantilización de la farmacia y de su consiguiente visibilización en una publicidad del fármaco que acompaña el nacimiento de los «remedios prodigiosos». La servidumbre del trabajo demanda una nueva generación de tónicos y píldoras que consume el proletariado para soportar su explotación al tiempo que se extienden sus usos para paliar el spleen en capas más acomodadas (Escohotado), hastiadas en el sopor de una política del aburrimiento (Steiner). Ello configura una novedosa búsqueda del olvido (Davenport-Hines) que sustituye los anteriores proyectos farmacológicos de transformación del mundo y que acaba en un práctico olvido de la búsqueda.

Desde la Inglaterra de De Quincey al París de los haschichins se prepara entonces, se articula, una moderna novela de viajes, un roman que utiliza los hallazgos de la literatura romántica del misterio, anticipa, prepara e investiga la subjetividad como fábrica del yo y emplea los mejores hallazgos poéticos de las tradiciones utópicas. Una narración distinta, una moderna mirada sobre el yo, trabajos de la novela interior, pensamiento que concibe el alma como una extensión todavía incognita: «Tras la senda abierta por Coleridge se inaugura un género literario específico que es el del viaje interior —la excursión psíquica propiciada por algún psicofármaco distinto del alcohol-—» (Escohotado).

El banquete ritual de dawamesk servía de Invitation au voyage hacia los abismos del yo. Paraísos artificiales que se configuran último horizonte excitante en un mundo cada vez más aburrido. Pero el movimiento interior genera, corresponde, las nostalgias de movimientos más físicos, corporales. En el tráfico de discursos con que se saldan las primeras descripciones literarias de la ebriedad interna, se dispone un nuevo proyecto de viaje o, mejor, una nueva mirada sobre lo viajable. Al igual que la propia interioridad se ha revelado como un espacio fascinante a explorar, la realidad más próxima pasa de pronto a sentirse como algo interesante: a la vuelta del viaje, Ítaca parece haberse transformado y, de pronto, las ciudades industriales devienen máquinas en movimiento, océanos humanos donde navegar (Benjamin). Passantes, flâneurs, men of the crowd, nuevos imaginarios del viajero en las entrañas de la poesía del capitalismo, articulados no en vano por Poe y Baudelaire.

La ciudad como océano, el texto como laberinto: aprendizajes, souvenires, la fascinación por la masa urbana en movimiento. Hasta los tiempos de los modernos Ulysses, las tribus de poetas vagarán cantando sus transformaciones como en otro tiempo al mar. Alcohols de Appollinare: la ciudad como caligrama, el texto como caligrama, el caligrama como viaje. Nuevas rutas del discurso, nuevos itinerarios, una cartografía nueva, y así el indescriptible mapa del océano de Lewis, una escritura traspasada por el viaje, una escritura que es en sí misma viaje, textos en movimientos atravesados por el fármaco, escrituras del yo y de la droga. Dibujos y protocolos del primer teórico de estos imaginarios —Benjamin— que nos acompañarían hasta las grafologías mescalínicas de Michaux saludado como el último de sus conformadores (Milner).

Los movimientos del viaje son pendulares y se invierten. En el tránsito entre las dos guerras mundiales reaparece el viaje físico revestido de una nueva épica aventurera. El viaje de la droga pasa a ser sustituido por un viaje en busca de la droga. Los territorios vuelven a ser los mismos escenarios de la América precolombina, o sus últimos resquicios, lo que queda de ellos (Escohotado).
Se produce un redescubrimiento nostálgico de la farmacología indígena y de sus potentes vegetales visionarios. Antropólogos occidentales se desplazan al interior de sus junglas y son iniciados en los ritos del peyote, la mescalina o el yagé. En 1936, Artaud convive con los Tahumaras. Tras los descubrimientos de Hofmann se intensifican los viajes y vemos cómo lentamente se produce una masificación de los mismos. Acuden así Gordon Wasson, Robert Graves, Castaneda, Miguel de la Cuadra Salcedo (Usó Arenal) en una peregrinación en la que acaba sorprendiendo no haber encontrado a Paulo Coelho.
Desde la contracultura americana se realizan nuevos planes de viaje, que en ocasiones también nos llevan a la América indígena. Hippies y beats articulan un proyecto de vida basado en la errancia, con sus propias peregrinaciones rituales a los santuarios de Tánger, Afganistán, Thailandia o Ibiza. Pero antes de que la psicodelia y sus fármacos expansivos se imaginasen como las tecnologías que cambiarían en mundo, encontramos a William Burroughs agotando el mapa, flaneando los bajos fondos de Nueva York, recorriendo Marruecos y media Europa. En Junkie (1953), ese texto que es réplica de las Confesiones de De Quincey, la búsqueda de la identidad en la carretera del exceso que, según Blake, llevaría al palacio de la sabiduría se agota en la finitud de las mercancías posibles. El final de Junkie nos remite a su segunda parte, The Yage Letters: «Decidí ir a Colombia a buscar yagé. Bill Gains se ha enrollado con el viejo Ike. Mi mujer y yo separados. Me siento dispuesto a irme al Sur en busca del éxtasis ilimitado que se abre en vez de cerrarse como la droga. El éxtasis es ver las cosas desde un ángulo especial. Es la libertad momentánea de las exigencias de la carne temerosa, asustada, envejecida. Tal vez encuentre en la ayahuasca lo que he estado buscando en la heroína, la yerba y la coca. Tal vez encuentre el fije definitivo».

En esos años, en el París de la posguerra y de la sociedad de consumo, actúa la International Situationiste y retoma los viejos proyectos de viaje urbano del inicio de la modernidad: el flâneur como personaje y la psicogeografía de De Quincey como bagaje teórico. La ciudad debe ser territorio subjetivo, dispuesto a la intervención, a la sorpresa, a la aventura. La ciudad es el espacio de la deriva, del détournement, contralenguaje, práctica de desenmascaramiento y crítica, apropiación revolucionaria, subjetiva del espacio público.

Todos estos viajes convergen en un punto, en señalar los límites sociales y económicos de la realidad y en plantear un proyecto para trascenderla. Prácticas de escapismo, de fuga del siglo, de apertura de las puertas de la percepción con vocación de arrojarse a aquello que exista al otro lado. Viajes que impregnan en esta época las páginas de la literatura de ciencia-ficción (Torres), que se encuentran en la base de las revoluciones del 68 y en la generación de sus imaginarios.
Si seguimos el recorrido de Ocaña por las articulaciones de El Dionisio moderno o la farmacia utópica veremos cómo, más allá de los pasajes de quelques personnes à travers d’une assez courte unité de temps que llevan de los movimientos juveniles sesenteros y setententeros a la fijación de una economía de la droga —asumida como una mercancía más del capitalismo de ficción, generadora de un consumo espectral del viaje y de su fantasma con el que cerraremos este texto—, se fragua, desde el mismo centro de los procesos bélicos del siglo veinte, otra tradición de exploradores de la conciencia ebria —Benjamin, Jünger, Huxley...— que extraen de las experiencias límites del yo, de sus viajes laberínticos, del éxtasis terrible de la guerra, una moral química y una ética estoica ante la muerte. Viajeros últimos del proyecto romántico, curtidos por la fatiga, no dejan de expresar sus temores ante los riesgos, los límites finales del road to the exceso, como explica Jünger: «El auténtico riesgo consiste en que uno abandona el tiempo, el espacio y la lógica, a la manera de los demonios, y luego no vuelve a encontrar la auténtica salida [...] Pero yo estoy convencido de que basta una única noche de embriaguez para modificar la constelación de nuestro destino –convencido, por tanto, de que esa noche puede tener repercusiones hasta en las más remotas lejanías. Eso es lo que subyace a los casos de locura que a veces vemos surgir tras un exceso en las drogas: uno ha abandonado el tren de la causalidad y ya no encuentra ningún enlace. Quién sabe en qué estación del Universo se ha quedado uno»

Una reflexión sobre el viaje y sus consecuencias, un temor de recorrer sendas que conducen a ninguna parte o la nostalgia por el lugar de partida, rompen con la visión utópica y proyectiva del viaje. Tiempo entonces de repliegues, de clausura. La melancolía del regreso tiñe esta vía muerta del tren de la ebriedad, uno de los destinos finales del recorrido bosquejado. El trance psicodélico no ha sido capaz de liberar al hombre y la química visionaria tampoco permite a los sujetos salir de su siglo, o acceder a formas más perfectas de conciencia. Las psicogeografías toman la forma de una red secundaria de ferrocarriles que, a punto de ser desmantelada, carece de funcionarios que atiendan en las ventanillas o revisores que organicen su tráfico. Son imaginarios de ruinas: los restos del naufragio con que parecen cerrarse las navegaciones psíquicas de la modernidad.
La otra articulación nos conduce al centro de un imaginario de la cultura de masas, con sus progresivas mitificaciones y sus utopías viajeras. Las “bajadas al moro”, los viajes a Holanda, pequeñas aventuras domésticas, inserciones en una globalizada economía sumergida, configuran a nivel planetario un verdadero turismo de las drogas que se articula siguiendo una idéntica lógica capitalista. Consumidores de sensaciones, consumidores de imaginarios, vagos lectores de los clásicos de la literatura interior, aprovechando las facilidades de unas cada vez más accesibles compañías de transportes, las nuevas búsquedas exteriores e interiores carecen de la mística y la utópica de los viejos proyectos (Gamella y Álvarez). Rutas nuevas en espacios y eventos, rutas de diseño minucioso y exacto, culturas hedonistas vaciadas de todo potencial subversivo y del anarquismo disolvente de sus predecesoras, ámbitos de turistas satisfechos de su condición. Las mayores aventuras permitidas en el seno de estos destinos, regidos también por sus ofertas, temporadas y fortunas, consisten en la decisión de formar parte de la maquinaria activa de dicho negocio y transportar peligrosos souvenires.

Surge una última figura con la que concluir el periplo. Se trata de trabajo del cineasta Joshua Marston María llena eres de gracia (2004) viaje iniciático de una joven colombiana que ejerce de mula en un vuelo Bogotá-Nueva York. La óptica de esta película no es desde luego la de la metrópoli importadora y sus imaginarios de cruzada —Traffic (2001)—. El punto de vista es el del país productor, su protagonista es una menor ejerciendo un papel en el proletariado de la narcoeconomía (nada tiene que ver con el narcoturismo metropolitano): no hay ideologización del fármaco, no hay moral hipócrita, hay sólo mano de obra mal pagada y demanda de un producto, explotación neocolonial y aceptación de arriesgar la propia vida un contexto de ausencia de oportunidades. El viaje es comercial, se inscribe con lucidez en su presente histórico y no intenta vivir de las rentas de su imaginario mítico.

Pero en esa lógica macroeconómica inapelable el viaje vuelve a ser depósito de un proyecto vital, de una posibilidad de redención personal ya sólo por el trabajo. María, doblemente embarazada, asume el peligro del viaje en una apuesta por la propia realización. No hay sueño americano, hay descarnada lucha por la supervivencia, dignidad del sujeto que decide tomar las riendas de un propio destino, individualidad radical en la apuesta de un proyecto de realización y cambio.


Germán Labrador Méndez



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