¿QUÉ SERÍA DEL MUNDO SIN NOSOTROS?—ORGY OF TOLERANCE, DE JAN FABRE—



Orgy of Tolerance. Troubleyn / Jan Fabre (Bélgica). Concepto, dirección, coreografía y escenografía: Jan Fabre. Dramaturgo: Miet Martens, textos en colaboración con los actores. Actores: Linda Admai, Christian Bakalov, Katarina Bistrovic-Darvas, Annabelle Chambon, Cédric Charron, Ivana Jozic, Goran Navojec, Antony Rizzi, Kasper Vandenberghe. Música y letras de canciones: Dag Taeldeman. Luces: Jan Dekeyser, jan Fabre. Vestuario: Andrea Kränzlin, Jan Fabre. Técnico de sonido: Tom Buys. Asesor de lenguas: Tom Hannes. Producción: Jan Fabre.

Salamanca. 5º Festival de las Artes de Castilla y León.
Teatro Liceo,
lunes 1 y martes 2 de junio de 2009. 20:00 h.
Duración: 1h 45’.



Come together right now over me

—John Lennon—


Sobre el escenario, un hombre armado con un fusil hace un discurso sobre la necesidad de disparar contra todos los seres humanos que le molestan y, a propósito de tan didáctica monserga, decide quitarse la ropa y empezar a introducir, con toda la lentitud que el rito merece, el cañón del fusil por su tracto anal. Después, con el arma apuntando, desde adentro, al centro de sus entrañas, se pone a gatas y empieza a ladrar tirando espuma por la boca como un perro rabioso. ¿Eso qué significa? Sobre el escenario, una mujer de alto cargo en su empresa (elegante sillón forrado en cuero para que imaginemos la comodidad de un despacho de rascacielos) revisa los currículum vítae de nuevos aspirantes a un trabajo. Y, en ese análisis, nos explica su método personal de selección que incluirá hacer una bola con la primera página del currículum (la que tiene el nombre del aspirante) e introducirla, con toda la lentitud que el rito merece, hasta el cuello del útero, después de haberse hecho cortes en todos los labios con los bordes de esa misma hoja. El resultado de este método de selección tan particular premiará con un puesto de trabajo a aquel candidato cuya primera hoja de currículum la haya llevado más rápido al orgasmo. ¿Eso qué significa? Significa, tal vez, que asistimos a una propuesta escénica titulada Orgía de la tolerancia y que, por tanto, se exigirá de nosotros, los espectadores, que seamos tolerantes.

Significa también que, para cumplir con mi proyecto de escribir esta reseña, me veré abocada a la tarea de pescar, en un océano de gritos, de competiciones masturbatorias, de contorsiones y de palabras malsonantes, los fragmentos de un furor colectivo que, aunque en mí no hacen catarsis, deberé emplazar significativamente en un texto medianamente inteligible. A fuerza de hacer tal ejercicio de rescate, es posible que esta puesta en escena adquiera nuevos significados para mí y que, de esa manera, mi primera impresión, de rechazo y total desconcierto hacia el entusiasmo que la obra despierta, quede mitigada por el intento de comprender e interpretar más allá del sensacionalismo. El sensacionalismo, al igual que todo, puede enfocarse como objeto de estudio y ser leído como un síntoma cuyo análisis puede informar sobre las particularidades culturales que producen fenómenos así.

Tiremos, entonces, la red. Un escenario en negro, de suelo desnudo y cortinas discretas (casi imperceptibles) cubriendo las paredes laterales del mismo, nos da la bienvenida. Luce bien, en estilo minimalista, con apenas unos cuantos sillones y sofás forrados en piel esquinados a lado y lado del escenario. Lo más llamativo es la disposición de los focos de luz que cuelgan, a poca distancia del suelo, haciéndose claramente visibles para el espectador y formando así parte de la escenografía. El escenario tiene una clara intención de cuarto trastero, de cuarto de máquinas en el que se han desvelado, a propósito, todos los secretos del circo. Es un escenario dispuesto a manera de guante por el revés con todas las costuras al aire, un escenario que cuestiona su propia calidad de espacio para el artificio y la ficción. Aplausos mentales para el concepto escenográfico (nada novedoso, no aplaudimos aquí la novedad sólo por ser novedad porque no creemos en la verdad que contiene la palabra “novedad”). Sobre ese escenario, cuatro deportistas se preparan para una competición durante varios minutos y, luego, como quien no quiere la cosa, impulsados por sus crueles y exigentes entrenadores, empiezan a auto-estimular manualmente sus zonas erógenas. Ganará la carrera el que más orgasmos alcance en el menor tiempo posible, por supuesto. La competición dura quince minutos y el mejor competidor alcanza siete puntos, venciendo con diferencia al segundo (sólo tres). El problema es que yo estoy aburrida desde el minuto número cuatro y la magia del escenario desnudo se me ha diluido en el hastío.

¿Eso es lo que vienen a ofrecerme? Soy una hija de mi tiempo: no me escandalizan las masturbaciones colectivas ni, mucho menos, me resultan intelectualmente estimulantes. Pero, puesto que todo puede significar algo interesante si uno se empeña en encontrar ese significado, yo sigo amarrada a mi silla esperando lo que llega a continuación: una largo acto dividido en fragmentos de acción (a manera de cuadros) que se hilvanan sin interrupciones (sólo cambiando la disposición de los sillones sobre el escenario) en los cuales, por ejemplo, una mujer alcanza el clímax rozando su cuerpo contra un sofá al que le pide hijos. Cuadros similares mostrarán cómo unos cuantos hombres armados hablan sobre la decoración, con figuras vivas de africanos y orientales, de sus costosas casas. O cómo unas mujeres enmascaradas dicen que son terroristas y explican (ya lo sabíamos, gracias) que el mundo no sería tan agradable sin el orden que su desorden se encarga de implantar, puesto que la sociedad de bienestar requiere, para existir, que la pirámide siga produciendo outsiders que justificarán el uso de la fuerza y, por tanto, el lucrativo negocio de las armas en todas sus expresiones posibles: «They call us terrorists. ¿What would the World be without us?». Ya lo sabíamos, gracias. Y sucede, por ejemplo, que una pareja de vagabundos se sienten tan orgullosos de su piel blanquísima como orgullosos alardean de los productos desinfectantes creados por las industrias de una cultura definida por la asepsia químicamente correcta. La mujer vagabunda, Mildred, hace un monólogo sobre cómo pondría en la lavadora a todos los que no se parecen a ella —léase hispanos, judíos, musulmanes, africanos, chinos— hasta que quedaran todos limpios y, después de solazarse así, se cubre la cabeza con su gorrito al mejor estilo Ku Klux Klan para empezar a bailar un breakdance, feliz. Y también en el escenario sucede que unas personas piden orgasmos en las tiendas, porque pueden comprarlo todo —también los orgasmos— y que tres mujeres embarazadas tienen, sobre carritos de la compra, su doloroso parto de latas de refrescos y de enlatados y de prendas de vestir. Y sucede que un hombre canta algo ininteligible sobre el mundo del espectáculo (ya lo sabíamos, gracias: Ver Debord) y se lamenta del poder de las tarjetas de crédito. Sucede que una pareja hace una minuciosa explicación sobre el miedo como impulsor de las políticas de seguridad nacional e internacional (ya lo sabíamos, gracias) y que tres personas son castigadas a latigazos porque se han rehusado a comprar la última pantalla plana y porque todavía no han cambiado su coche. Sucede que un actor vestido de Jesucristo, al que llaman JC, es captado por un diseñador de modas quien actualiza su atuendo, haciéndolo semejante al estilo Mick Jagger, para que sea más comercial, antes de ponerlo a hacer malabares con una cruz gigante y decir que podría ser un show interesante en el Cirque du soleil. Y estas cosas suceden antes de que todos los actores hagan la última danza, apoteosis de la euforia, y enumeren un listado de cosas y personas —el listado incluye a los espectadores y al director Fabre— a las que mandan a (pido disculpas, lector, aquí no cabe el eufemismo) joderse, con todo el énfasis que tiene el monosílabo equivalente a “joderse” en el rotundo idioma inglés.

Visto lo visto, todo me deja fría: casi mortalmente fría de aburrimiento. Pero, aún así, pienso que algo debe significar, algo más que el —a estas alturas de la historia de las ideas— tópico de decir que:

a) el mundo tardo-capitalista y globalizado (ver Jameson) sigue siendo tan bestial como ha sido siempre,

b) que la cultura del espectáculo (ver Debord) y del consumo compulsivo nos está llevando a límites de una crueldad nunca antes tan refinada y sutil, y

c) que el hedonismo individualista (ver Lipovetsky) ha infiltrado en la cultura la ideología de la instrumentalización mediante la cual todo y todos son herramientas utilizables en beneficio de la propia auto-satisfacción.

Algo más debe significar puesto que todo eso ya lo sabemos, gracias, y no tiene mucho sentido llover sobre mojado con tanto monótono grito. Además, no quiero olvidar que toda interpretación razonada puede llenar de sentido al objeto de estudio que motiva tal interpretación y que, también, es interesante jugar el juego de las etiquetas. Entonces me llega a la cabeza la palabra “sátira”. Y me llega a la mente la idea “erótica del poder” y, armada con estos dos rótulos, ensamblo, a manera de hipótesis interpretativa, el siguiente párrafo:

La propuesta escénica denominada Orgy of Tolerance, de Jan Fabre, es sátira teatral que carga sus dardos contra las dinámicas político-económicas del Primer Mundo mediante la utilización simbólica de la práctica onanista. La masturbación es usada como símbolo del individualismo hedonista de una cultura en la que el dinero y el consumo son valores absolutos. Dicha práctica sexual aparece descargada de toda lúdica del erotismo y funciona, no como forma de comunicación o descubrimiento, sino como expresión de una erótica del poder, al subrayar ese placer/poder autogestionado que ignora/olvida las necesidades del otro (léase Tercer Mundo). Onanismo articulado en clave político-económica como síntesis de las dinámicas de auto-satisfacción y consumo compulsivos.

Después de encajar las piezas me quedo tranquila. La puesta en escena, como anticipé, adquiere nuevos sentidos que se ponen por encima del rechazo de mi primera impresión. Además, es cierto que el mecanismo teatral es impecable: los actores son buenos o muy buenos, con destreza gestual bien dispuesta a favor de una coreografía bien lograda. La música suena con mucho volumen para construir esa atmósfera sonora que, junto con los gritos y las voces en los micrófonos, envuelve los ánimos en un frenesí de potencia y velocidad. El trabajo está cuidado y dispuesto con minuciosidad, y es cierto que la acertada minuciosidad es, tal vez, el único valor objetivo de la obra creativa. De acuerdo. He cumplido con mi tarea de visualización racional del producto analizado y, ahora, me permito un espacio para la expresión de mi muy subjetivo y desgarrado “no-me-gus-tó”. Pero ¿por qué?

¿Por qué? Tal vez porque, a pesar de este intento de labor semiótica, me queda la sensación de que he sido burlada. ¿Por qué? Porque se me ha dado muy poco con demasiados gritos. Se me ha dado un producto envuelto llamativamente pero insustancial, como casi todo lo que necesita ser anunciado a tanto bombo y platillo. Se me ha dado la oportunidad de vivir una curiosa experiencia sonoramente olvidable entre demasiado ruido y nueces tan pocas.

Catalina García García-Herreros

Salamanca, 5 de junio de 2009

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