MOMBAÇA VI: Violencia, anomia, comunicación




Visibilidad e invisibilidad



La perspectiva que concibe la fotografía[i] como huella visible generada en el contacto con lo real ha dado lugar a tópicos muy arraigados. No hay discurso racional que pueda socavar definitivamente el prejuicio que afirma que la fotografía no sabe mentir. Aducida como máximo y taxativo exponente de verdad, la imagen fotográfica suele convertir al espectador en un testigo crédulo y dócil, un testigo que se adhiere de manera espontánea a los mensajes fotográficos, y que admite, en toda fotografía, la presencia de una revelación palpable e irresistible. Sin embargo, la visión retiniana e inmediata a la que apela la fotografía puede eclipsar otro tipo de visión, más profunda y elaborada, la visión noética.

Susan Sontag constató que toda imagen fotográfica ofrece al receptor «tanto participación como alienación». La participación hace que lo distante en el tiempo o en el espacio pueda ser de nuevo revivido en la proximidad más íntima. La alienación pone de manifiesto los límites de esta experiencia de recuperación, e implica que la realidad a la que accedemos y en la que participamos de nuevo es una realidad fragmentaria y aherrojada dentro de un encuadre, es decir, una realidad definitivamente privada del contexto y de la continuidad temporal originales, aspectos decisivos a la hora de plantear una interpretación radical de las huellas plasmadas en la imagen. La participación que permite la fotografía en ausencia de marco contextual, aunque admirable en términos retinianos, es una participación vicaria y superficial. Para ser relevante y activar el polo de la participación, la fotografía tiene que estar bien compuesta, tiene que alienar el tema y recrearlo a partir de la ley que dicta el medio.

Merece nuestra atención únicamente la fotografía que ha sido «disparada en el momento preciso», sólo entonces se consigue lo que Cartier-Bresson ha llamado «un diseño geométrico sin el cual la fotografía no hubiese tenido vida ni forma» (J. Fontcuberta). El encuadre que recorta y que aísla en busca de un equilibrio interno dinámico y expresivo es la contingencia esencial que explica los límites de la participación, límites derivados de la necesidad de estabilización formal y geométrica. La adecuada ordenación de los elementos permite que el tema resulte visible e inteligible, aunque de este modo se incremente el riesgo de convertir asuntos dramáticos en una estampa pintoresca, altamente formalizada.


La fotografía «disparada en el momento preciso» pretende compendiar un proceso en un solo instante. La historia de esta intención tiene su origen en la estética de mediados del siglo XVIII. En Laocoonte, Lessing planteó que artes espaciales como la pintura podían competir con artes temporales y narrativas como la poesía, siempre que eligieran cuidadosamente el instante de la acción que se proponían representar, instante que denominó culminante, y que podemos entender como un instante complejo, física y emocionalmente sincrético, una encrucijada que permitirá al contemplador inferir el antes y el después del momento elegido y, en consecuencia, reconstruir la secuencia de momentos significativos a partir de un instante único y privilegiado (Capítulo XVI). A pesar de la doctrina de Lessing, y en contra de la pretensión del cofundador de Magnum, la estrategia del momento culminante no puede corregir la congelación temporal y el aislamiento espacial de la acción. La imagen preconizada por Cartier-Bresson, debido a la sensación de orden interno que la anima, se convierte en un emblema visual autosuficiente, con una inherente dimensión autorreferencial que ignora el fuera de campo y los aspectos causales y contextuales invisibles, sin los cuales se transforma en instrumento de alienación.


Cuando a través de la imagen fotográfica se plantea un tema socialmente grave como la violencia, el espectador puede describir los rasgos de la escena que tiene delante, aportando incluso detalles de gran verismo, pero no puede entender ni explicar las fuerzas sociales que han desencadenado la escena. La visión retiniana es nítida. La visión noética, en cambio, muy precaria. Privada de todo contexto, la imagen de contenido violento se observa con la misma despreocupación que un paisaje familiar. El espectador ocupa una posición de dependencia y de pasividad y se define como aquel sujeto que deja que la imagen, agente verdaderamente activo, le haga ver. Aunque en estas condiciones el ver al que tiene acceso esté doblemente mediatizado.


Sunsan Sontag, consciente de la alienación del medio, apuntaba como característica del modo de recepción de la imagen fotográfica, «la distintiva pasividad de alguien que es espectador por segunda vez, espectador de acontecimientos ya modelados, primero por los participantes y luego por el fabricante de imágenes». Sontag describe así el estado de pasividad al cuadrado característico de un espectador que ve en forma de huellas fotográficas acciones consumadas por actores distantes, acciones que han sido percibidas a través de la mirada, técnicamente filtrada, de un sujeto en busca de «momentos precisos», en realidad un testigo desconocido, que puede actuar en nombre propio o siguiendo las instrucciones y los intereses de terceros. Esta cadena de interposiciones refuerza el polo de la alienación y de la pasividad del espectador ante los hechos que se le presentan. Como conducto de la verdad, es esta cadena de interposiciones que hay detrás de la imagen la que le informa y le otorga el privilegio de la «participación». Los filtros mencionados debilitan la pretensión de la fotografía de actuar como reflejo directo de la realidad de partida. Lo que acontece no se percibe ni tiene incidencia en lo inmediato. El acontecer, para adquirir visibilidad, tiene que atravesar una sucesión de filtros técnicos e institucionales. Antes de ponerse en circulación, todo acontecimiento debe estar en posesión de una fuerte estabilidad, tanto formal como ideológica, aunque este arreglo obligue a ir en contra del arraigo en la compleja realidad referencial. En un régimen visual como el actual, el acontecer deja de ser un fenómeno temporal y se convierte en un fenómeno «espacial», estabilizado y controlado por medio de la imagen (J.M. Català Doménech). La experiencia actual basada en paradigmas icónicos se deshistoriza, desparecen los contextos temporales/causales, esenciales para dotar de significado a lo que acontece y, en contrapartida, se multiplican los fragmentos espaciales/visuales, flotantes y aparentemente incausados, intensidades fascinantes que emergen y se desvanecen frente a la conciencia espectadora, remedando mecanismos oníricos en los que la no causalidad provoca estados de pasividad y de desorientación alucinada.


Las temporalidades originales que explicarían la imagen se han perdido y con ellas se ha perdido la noesis. Se potencia en cambio un tipo de visualidad hiperreal y muy poderosa, que consigue tocar la piel y que embriaga con sensaciones de engañosa inmediatez e instantaneidad. Se producen reacciones en cadena y a todas horas, pero la compresión de lo que acontece es débil. Este régimen es el del fuego fatuo. A todas horas, llamaradas aparatosas se levantan de la espléndida presencia de las cosas. Por todas partes, hechos sumarios consumados y sensación de irreversibilidad. La acción se ha visto suplantada por la avalancha de la reacción. La fotografía no aprehende nunca la acción. Sería adecuado interpretarla también como una forma de reacción.


Lo que retiene la fotografía es lo que ya no es. La fotografía siempre llega tarde. Se ocupa del levantamiento del cadáver. Su valor es el mismo que concederíamos a un testigo extemporáneo de un suceso desvanecido. La asincronía convierte el discurso visual sobre la violencia en una incesante elegía. Se nos hostiga con noticias sombrías a sabiendas de que una insalvable distancia nos separa de los hechos. El medio aproxima pero sobre todo aliena, y parece que nunca se pudiera hacer otra cosa que lamentar lo irremediable. La teleparticipación es la hermana gemela de la aceptación sin condiciones. El sujeto, semipostrado, tiene una única posibilidad de acción, o más exactamente, de reacción. En el mejor de los casos, esta posibilidad consiste en dar órdenes bancarias, único modo realmente a mano de intervenir en la marcha del mundo. Un sentimiento elegíaco invade al nostálgico cuando comprueba la distancia que le separa de la acción, aquella legendaria fuerza generadora.


El discurso de los medios hace de la violencia vanitas, estampa terrible y paradójica, en relación con la que habitualmente no hay causas a la vista. La supresión de los marcos de referencia convierte los hechos violentos en resultado de fuerzas no dominables, no sociales y no humanas[ii]. Esta usurpación de las causas explicativas tiene un correlato en el mito, tal y como Barthes lo definiera. El mito, afirma el autor, «está constituido por la pérdida de la cualidad histórica de las cosas: las cosas pierden en él el recuerdo de su construcción». El mito viene a decirnos que los acontecimientos «no tienen significado humano. La función del mito es eliminar lo real». Asoma, con el mito, la trágica mordaza de la fatalidad, como si las causas de la violencia hubiera que buscarlas en un más allá indefinible y sublime.


La conciencia de la historia se ha convertido en conciencia moral en las circunstancias actuales, cuando el acontecer se ve reducido a una instantánea visual deshistorizada, espacialidad truncada contigua al mito. En estas circunstancias, solamente el discurso de la historia está en condiciones de devolver a los acontecimientos sociales la dimensión causal ausente. Es necesario recuperar una perspectiva temporal de larga duración, como postuló la escuela de los Annales y E. H. Carr, con el fin de restañar la fragmentación y omisión de los entramados de fuerzas que conforman la realidad social.




La violencia y lo sublime



El polo negativo de la alienación puede llegar a prevalecer en las representaciones visuales. Así sucede, de forma particular, en aquellas que tienen la violencia por tema. La limitación del medio fotográfico se ve reforzada por la dimensión sublime que encierran los actos de violencia. La suma de alienación y sublimidad nos permitirá cuestionar la posibilidad de dar cuenta efectiva de la violencia en términos visuales puramente retinianos.


Para Burke, lo sublime se define en relación con «los objetos terribles», con aquello que «obra de un modo análogo al terror», capaz de desatar una tensión deplorable y extrema. Las ideas asociadas al «terror» y a la «pena» pertenecen a la familia de «las imágenes obscuras, confusas, é inciertas en la naturaleza». En lo sublime late la presencia de fuerzas de gran magnitud, oscuras e inabarcables, imponentes y aterradoras, fuerzas carentes de forma que implican para el sujeto peligros indecibles. Este conjunto de características hace que las imágenes de lo sublime sean más «poderosas» y perturben en mayor medida el ánimo que las ideas y las imágenes que derivan del placer y de lo bello, «mas claras y determinadas» y susceptibles de aprehensión racional[iii].


En lo sublime convergen terror y poder desmesurado. Burke asocia ambas realidades y afirma que el poder «deriva toda su sublimidad del terror de que va acompañado por lo común», un poder que se define y se distingue porque está asociado a la «facultad de dañar» y ante el cual el individuo no puede evitar sentir temor, el temor de que esa fuerza desmedida, y también dañina, «se emplee en la rapiña y destrucción». El poder se mide por la capacidad de ejercer violencia e infligir daño. Cuanto más tenebroso e indeterminado sea o se haga creer que es este poder, mayor será también su capacidad de violencia y más evidente su adscripción a los dominios de lo sublime. Lo terrible de este poder que también puede manifestarse con majestad y calma soberanas, pero del que conviene subrayar ahora el componente violento, es que está en condiciones de vencer todo obstáculo que se le interponga, firme supremacía que nos conduce al umbral mismo de lo ilimitado.


Para Kant el horizonte de lo sublime también se define por ser «inadecuado a nuestra facultad de exponer y, en cierto modo, violento para la imaginación». Esta inadecuación es el corolario de la ilimitación, referida a la imposibilidad de representación de las realidades sublimes. La ilimitación del fenómeno y la irrepresentabilidad del mismo son dos vertientes de un único problema. El problema que se plantea a la hora de mostrar en una imagen puntual, o en una materia informativa limitada en el tiempo y en el espacio, sin miniaturizaciones ni falseamientos, una realidad desbordante y terrible.


La perspectiva que adopta Lyotard es esencial para acercar la teoría de lo sublime a los dominios de la violencia y para cuestionar la posibilidad de representar adecuadamente una realidad que viene a cortocircuitar la realidad. Partiendo de la reflexión kantiana, Lyotard afirma que el sentimiento de lo sublime «se desarrolla como un conflicto entre las facultades de un sujeto, la facultad de concebir una cosa y la facultad de “presentar” una cosa». La ausencia de correspondencia entre las facultades implica que «la imaginación fracasa y no consigue presentar un objeto que, aunque no sea más que en principio, se establezca conforme a un concepto. […] Podemos concebir lo absolutamente grande, lo absolutamente poderoso, pero cualquier presentación de un objeto destinado a “hacer ver” esta magnitud o esta potencia absolutas nos parece como dolorosamente insuficiente. He aquí las Ideas que no tienen representación posible. […] son impresentables». Esta misma desproporción y falta de correspondencia entre objeto y concepto afecta a las manifestaciones de violencia. La violencia nos sitúa ante otro caso de realidad «impresentable». No hay momento preciso y no hay objeto determinado que pueda comunicar adecuadamente y de manera íntegra los excesos de la violencia.


La violencia se inserta en la lógica de lo que causa un invencible temor. Pero Burke plantea que incluso violencia y temor, «á ciertas distancias y con ciertas modificaciones, pueden ser y son deleytosos».[iv] La violencia es una fuerza oscura y terrible, apabullante y desestabilizadora, esquiva a la representación. Y desde la posición de aquellos que la padecen de forma directa, no es jamás lejana causa desprovista de efecto ni posible fuente de «deleite». La violencia, en el lado de las víctimas, da lugar a un estado de profunda conmoción, un estado en el que quedan paralizados todos los mecanismos psicológicos de respuesta. El sujeto queda entonces sin puntos de apoyo, en un estado de crisis anómica. En esta dimensión brutal, profundamente deshumanizada, que pretende aterrorizar y bloquear toda posibilidad de respuesta por parte de la víctima, reside no obstante el inmaculado y vil triunfo del agresor. En relación con este componente traumático, Burke sostiene que se produce un bloqueo y que el ánimo, paralizado, no puede dar entrada a ningún contenido, y tampoco «raciocinar sobre el que le ocupa». Burke insiste en la concomitancia que existe entre espanto y estupefacción, miedo y parálisis, terror y cosificación, cualidades a las que considera nacidas de una misma raíz anímica. La violencia arranca al sujeto de la realidad y le sume en el vacío de la anomia. Pensamos que esta dimensión no puede visualizarse plenamente en términos retinianos, no puede comunicarse tampoco mediante cuerpos profanados y escenas de barbarie. El límite debe establecerse para que la imagen limitada y efímera no banalice de forma contraproducente una realidad atroz.


La estética de lo sublime se perfila en esta coyuntura como aquella que presenta un contenido de límites problemáticos, pero lo hace por una vía «negativa» y con un fin instructivo, puesto que «hará ver en la medida en que prohíbe ver». El sentido de esta contención y privación en modo alguno persigue el ocultamiento censor de los hechos y se justifica cuando atendemos a dos de los aspectos antes señalados, por un lado, «la inconmensurabilidad de la realidad», aspecto típico del pensamiento kantiano sobre lo sublime, que puede extenderse a la violencia; por otro, la conveniente eliminación de los componentes obscenos y de todo contenido morboso en la presentación de la violencia, porque los aspectos obscenos, en palabras de Lyotard, «permiten esclavizar el pensamiento a la mirada» y estorban el despliegue de la reflexión. La alusión, acaso poco enjundiosa para la mirada ávida de espectacularidad, es por supuesto un elemento clave en la estética de lo sublime, porque alega lo impresentable en la presentación, apela a la noesis y confía en la insustituible aportación de la labor interpretativa del receptor. Incidiremos de nuevo en este planteamiento más adelante, a propósito del studium y el decoro.




Violencia y anomia



La dificultad de codificar y expresar la experiencia de la violencia de manera directa e inteligible puede explicarse por la inadecuación de los referentes, característica que define los estados de anomia. Es posible que en torno no haya sino mutilaciones, ruina y desolación; o tal vez, en una situación menos abierta, un clima irrespirable de opresión, delatado por síntomas discontinuos. Pero en uno y otro caso, el cronista sólo consigue mostrar cosas, elementos que se resisten a ser algo más que irrebasable exterioridad. El mundo representado es siempre un mundo cosificado y lejano, manejable. Sin embargo, no valen las cosas ni las fórmulas estereotipadas cuando se trata del drama único y singular de los seres. Y este drama singular, que crece hasta hacerse inmanejable, obliga a entablar una lucha con elementos indeterminados y con fuerzas que no circunscribe ninguna experiencia previa, nacidas del desfase entre los hechos rutinarios y los hechos informes y sin nombre, hechos terribles que demuestran al fin la tenacidad con que la anomia se adhiere, igual que una sombra, a los silencios del lenguaje.


El significado actual del término anomia procede de la distinción establecida por Durkheim entre fenómenos sociales normales y patológicos en dos obras, De la división del trabajo social y El Suicidio. Para Durkheim la anomia emerge en situaciones de erosión de la «solidaridad orgánica». Anomia significa literalmente «ausencia de normas». En De la división del trabajo social Durkheim apuntaba que en las sociedades modernas, para alejar los riesgos de patologías como la violencia y la anomia, era necesario fomentar la «solidaridad orgánica», es decir, «la interdependencia y la cooperación» de todas las instancias que constituyen el cuerpo social (Baert). El estado de anomia «es imposible allí donde los órganos solidarios están en contacto suficiente y suficientemente prolongado. […] pero, si por el contrario, algún medio opaco se interpone […] las relaciones no se repiten lo suficiente como para determinarse», circunstancia que favorable el desarrollo de la anomia (Durkheim). En el presente contexto, vemos en la violencia uno de los «medios opacos» que, según Durkheim, vienen a truncar relaciones y a desarbolar la comunicación que aúna y pone a salvo a los diferentes órganos sociales. La violencia se impone sobre los vínculos solidarios y se manifiesta como causante de situaciones de anomia. El fracaso de los lazos de solidaridad es también el fracaso de los canales de comunicación, y su quiebra abre un espacio de incertidumbre en el que violencia y anomia se reclaman y potencian mutuamente, actuando en un círculo creciente y sin fin que puede llegar a socavar toda norma y toda traba.


Lukes, buen conocedor de Durkheim, ha abundado en las causas de la anomia. Este mal social que produce «sufrimiento», se manifiesta cuando la norma común no está bastante presente ante los individuos, la realidad, tanto mundana como psicológica, «está desorganizada», y la actividad colectiva se vive desde la ausencia de «freno y significación». La anomia se antepone y actúa como motor de ciertos actos de violencia, y sitúa al individuo, desesperado, a merced de fuerzas disgregadoras. Los marcos de referencia terminan desapareciendo y las figuras de autoridad se agrietan y desacreditan. En el vacío que deja la norma restrictiva, irrumpen las tensiones vastas e indefinidas de lo sublime, ahora canalizadas a través de pasiones irrefrenables. Desaparecida la solidaridad, la contrapartida de la integración colectiva proviene de la «efervescencia de los individuos» (Duvignaud). Los efectos de la anomia son atomizadores.

Duvignaud considera que toda acción violenta es de naturaleza esencialmente anómica porque «no remite a ningún concepto ni implica ninguna experiencia codificada», es siempre una acción anómala «sin ética ni sanción y, por ello mismo, inadmisible, insostenible para la conciencia media». Para el sujeto desintegrado, las normas «no pueden satisfacer un deseo convertido en ilimitado por la desorganización estructural de todo sistema», entonces, prosigue Duvignaud, recae «esta infinidad de deseo sobre una personalidad que se ha convertido, por esta misma razón, en individual y malherida. En consecuencia, habría que admitir que la individualidad no sería otra cosa que la expresión momentánea de esta apetencia que nada puede colmar». Vemos cómo la hipertrofia de la individualidad, crecida hasta convertirse en una realidad total según se extingue el conflicto con lo social vulnerado, va más allá de los actos puntuales o continuos de desesperación y anarquía y linda con el mundo de los deseos desmesurados y arbitrarios, violentos o amorosos.


Por lo expuesto hasta ahora, puede afirmarse que la anomia implica una pérdida de referentes comunes y una disolución de pautas y normas vinculantes tan generalizada que termina por acarrear una quiebra a gran escala de los fundamentos sociales mismos. Este regreso colectivo al caos, esta descomposición de las fuerzas organizadoras, esta indistinción entre orden y barbarie que afecta a las estructuras macro y microsociales, pensamos que puede describir también en profundidad el efecto de todas las situaciones de violencia, tanto de la violencia que se ejerce en el ámbito privado como de la que se manifiesta en el ámbito de los conflictos sociales generales. Este tema fue planteado por Durkheim y por Nietzsche[v], respectivamente, en los planos colectivo e individual.


Si nos situamos de nuevo en el plano colectivo y enfrentamos el fenómeno de la disolución social, podemos ejemplificar el efecto lineal de sentido que introduce la narración de los medios de comunicación en un acontecimiento sumamente complejo, marcado por numerosas situaciones anómicas. El tratamiento informativo aplicado a la guerra del Golfo recubrió situaciones profundamente críticas mediante el esquema western. Como señalan Sohat y Stam, la fórmula melodramática frecuente en los westerns coloniales, hizo que Hussein fuese el malo de la película, Bush el héroe y Kuwait la damisela en apuros. Los iraquíes, en particular los miles de reclutas, hicieron el papel de indios. «La idea de que los “atropellos” cometidos por los indios justificaban el expolio y las matanzas perpetradas por los euroamericanos es una constante de la historia de Norteamérica, y se recicla en innumerables westerns». A pesar de la clara desproporción de fuerzas, la guerra del Golfo se luchó como si los norteamericanos hubieran sido las víctimas, y no iraquíes y kuwaitíes (Sohat y Stam). Las manifestaciones masivas de violencia en el interior de una determinada sociedad imponen estados globales de anomia. Semejante confrontación a gran escala puede cristalizar en el concepto de guerra, pero no hay objeto adecuado que pueda presentar la realidad total de las consecuencias de una catástrofe que no responde a aproximaciones cuantitativas. También es cierto que a menudo los intereses en juego en los grandes conflictos no pretenden de ninguna manera una presentación en vivo y enmascaran con un relato mixtificador, tipo western, lo que verdaderamente sucede. En estos casos, un símbolo puede valer tanto como mil imágenes.




Violencia, anomia, comunicación


La violencia suele golpear de manera fulminante. Es una fuerza cegadora. No es posible encararla. Desata crisis generalizadas. En el escenario de su actuación, lo único visible son secuelas en las que se ha fosilizado el terror. El recurso que puede mostrar el trance fulminante de la agresión violenta pertenece más bien al orden reconstructivo de la noesis que al orden visual y fragmentario de lo retiniano. Identificaremos el primero de estos órdenes con el studium y el decoro, el segundo con el punctum y el pathos. Estos órdenes son el fundamento de dos tipos posibles de discurso visual, que implican miradas divergentes y opciones éticas y estéticas alternativas.


Roland Barthes ha ensayado las posibilidades prácticas de uno y otro discurso en la lectura de las imágenes que vertebran La cámara lúcida. El semiólogo francés procedía inductivamente y descubría en las imágenes analizadas una «especie de dualidad», una oscilación entre el «interés general» con el que observaba algunos de los ejemplos y la «sacudida inesperada» asociada a otros. En la base de este «interés general» se encuentra el studium, que determina un tipo de imagen consciente de su limitación frente a lo real. La imagen basada en el studium está consagrada a presentar con elipsis y alusiones qué hay de visualmente impresentable en el tema tratado. El studium depende del «saber» y de la «cultura» del intérprete y a ellos apela cuando despierta un tipo de emoción controlada, «impulsada racionalmente por una cultura moral y política». Parafraseando a Lyotard, este tipo de imagen trata de «[H]acer ver que hay algo que se puede concebir y que no se puede ver ni hacer ver». Lyotard apostilla «¿Pero cómo hacer ver que hay algo que no puede ser visto?» Tal vez, a la luz de la noesis, y mediante la austeridad reflexiva del studium.


En el origen de la «sacudida inesperada» que mencionábamos más arriba se encuentra el punctum. Para Barthes este elemento puede despuntar sorpresivamente en una fachada de informaciones visuales y culturales previsibles, y como hallazgo fortuito, puede dar lugar a reacciones y a monólogos fuertemente subjetivos. El punctum pulsa muy directamente los resortes ocultos del espectador y puede llevarle al umbral de la confesión personal. El punctum, en fin, permite dar rienda suelta a una emotividad extrema y caprichosa. Ejemplo de este zoom psicológico irreflexivo son los zapatos con tiras, que obsesionan al autor en la fotografía de una familia negra norteamericana, realizada por James Van der Zee, en el año de 1926, o la ropa blanca que lleva la madre llorosa en la fotografía de Wessing, Padres descubriendo el cadáver de su hijo, Managua, 1979, escena trágica de los suburbios de esta ciudad en la época de la insurgencia[vi]. Ese tipo de rasgo pintoresco que son las tiras o la ropa blanca, afirma, «no soy yo quien va a buscarlo […] es él quien sale de la escena como una flecha y viene a punzarme». El punctum actúa por tanto sobre el continuum espacial de la escena como un «pequeño corte», como un detalle provisto de la capacidad de sobresalto, una manifestación incisiva de la «casualidad».


Un gran número de imágenes cuyo contenido se relaciona con la violencia se basa, en su mismo origen, en aspectos más cercanos al punctum que al studium. Es comprensible que la inclinación del fotógrafo movido por la simpatía sea adentrarse todo lo posible en la escena, para ver aún más, y para mostrar aún más. Captar una imagen con punctum, ese elemento que en palabras de Barthes «sale de la escena como una flecha», aunque es un elemento que no obedece a ninguna planificación, parece ser el estado ideal de toda fotografía que aspira a decir lo inaudito. El punctum parece rasgar la pantalla-imagen, la fachada de informaciones asumible racionalmente, para golpear emocionalmente y producir un shock en la audiencia impasible. Pero la excesiva cercanía del punctum también puede llegar a borrar la realidad de lo humano. Asistimos de este modo a una inversión psicológica inverosímil, porque en el punctum es la mirada del objeto la que invade y ciega al sujeto[vii]. Lograr un impacto sensacional puede ser algo memorable en un mundo en que la importancia de las reacciones determina la medida del valor. La imagen con punctum, tal vez, permanecerá, aunque el precio a pagar sea la invasión irrespetuosa del espacio psicológico del espectador. Este tipo de imagen parece querer empujar a una «participación» forzosa en la escena, sin embargo, la proximidad excesiva suele ser causa inexorable de «alienación». Es este un recurso desesperado en un contexto de saturación visual, en el que la capacidad emotiva del espectador lejano y pasivo es episódica. Mediante el punctum se ha anulado la distancia que permite la visión y sólo hay invasión y ofuscación, convulsión emocional gratuita, en fin. Entendemos que en la violencia hay algo intraducible, un fondo atroz y sublime que ninguna imagen y ningún relato consiguen transmitir plenamente. La aproximación hiperrealista basada en el punctum parece estar al servicio de tomas de posición puramente emocionales y reactivas. Este tipo de discurso patético no sobrepasa la dimensión alienadora de la imagen y transforma la violencia en mercancía contraproducente.


El studium, como enfoque distanciado y reflexivo, comprometido con la verdad y ajeno tanto a la asepsia como al detalle morboso, pretende esquivar el impacto y la desestabilización que genera el recurso efectista al punctum y promover un debate fundamentado y atento a las contextualizaciones, en el que la noesis resulta esencial[viii].

¿Qué se pretende al exhibir la imagen violenta? A la hora de ensayar una respuesta suponemos, en primer lugar, que la ubicuidad de este tipo de imagen pretende explotar todas las dimensiones del punctum, conducir a una dramatización estésica de las realidades marcadas por la violencia, de forma que el exceso de pathos haga invisible la insuficiencia de información. Las imágenes violentas comunican profusamente, pero los trepidantes momentos que suministran se limitan a asestar no-informaciones, imágenes muy gráficas al servicio de intensidades emocionales que, en última instancia, no transmiten sino la prevalencia irracional de la fuerza. En segundo lugar, suponemos que la difusión mediática generalizada de situaciones de violencia implica una obsesión patológica con el lado oscuro del orden, plagado de supuestas amenazas incontroladas. Este lado oscuro se magnifica e hipertrofia artificialmente para hacer creer que el orden de lo cotidiano se encuentra indefenso y asediado por peligros terribles, ilimitados, inminentes, urdidos por enemigos siempre en la sombra. Ante este estado de cosas los poderes públicos, diríamos que casi a su pesar, no pueden sino reaccionar.


Tres ejemplos tomados del mundo de las artes nos permitirán perfilar posibles recursos disponibles en un relato de análisis y comprensión sobre la realidad de la violencia. Asumida la condición impresentable del fenómeno, son los aspectos contextuales y noéticos los que adquieren protagonismo. A pesar de su patente heterogeneidad, existe en los casos presentados una corriente de afinidad que radica en el tratamiento visual, antiemocional y antirrealista, de los hechos dramáticos y violentos. Podrá comprobarse cómo la obra de Santiago Sierra, Francesc Torres y Andy Warhol rehúsa adentrarse en las simas de lo sublime y mantiene la contención lúcida propia del studium.


Con sus características propuestas, Sierra otorga visibilidad social a realidades que habitualmente pasan desapercibidas. Según C. Jiménez («Turbulencias en el panóptico», Lápiz, nº 167) sus acciones artísticas proponen «una dialéctica entre lo que se ve y no desplegada en el campo mismo de la visualidad». Consciente de las opacidades que existen en un régimen social como el actual, Sierra quiere asomarse al lado oscuro del orden y ampliar la «visualidad total» en la que nos desenvolvemos. Su apuesta, un tanto heterodoxa, se interesa por la exposición de la realidad del trabajo, limpiamente excluida de este régimen social/visual «omnífago». El mundo del trabajo está regido por la rutina inflexible, es un mundo rígidamente reglamentado de cuya mecánica interna y repetitiva no se esperan eventos novedosos noticiables. Sin embargo, el minoritario mundo del arte puede permitirse entender la inflexible rutina laboral como una anomalía en una realidad presidida por eventos excepcionales. Casi siempre políticamente incorrecto, Santiago Sierra decide aludir a la «violencia de las estructuras», una violencia invisible y silenciosa, recubierta por la euforia de la imagen espectacular.


En la acción realizada en La Habana, Sierra remuneró a seis personas para que permitieran que se tatuara sobre su espalda una línea de 250 cm., (La Habana, Espacio aglutinador, 1999)[ix]. En Ciudad de Guatemala, remuneró a ocho trabajadores para que permanecieran durante el tiempo de una jornada de trabajo en el interior de otras tantas cajas de cartón, (Ciudad de Guatemala, Edificio G & T, 1999). En Limerick, Irlanda, (Limerick City Gallery of Art, 2000), Sierra remuneró a varias personas para que permanecieran durante horas en el maletero de un coche. En estas dos acciones últimas, paradójicamente, Sierra oculta lo expuesto y, al ocultarlo, hace visible una estructura, una realidad no visible directamente. De este modo, Sierra exhibe también la absoluta disponibilidad de un colectivo formado por los sin papeles, los desempleados y los asalariados de baja cualificación «para hacer lo que se les ordena» (Jiménez), una disponibilidad que les lleva a tolerar situaciones indignantes y en apariencia gratuitas a cambio de una retribución puntual.


Sierra no acata el mandato tácito de la economía visual del capitalismo, que exige «mantener al mundo laboral aparte y en sombras con el fin de que no se vean ni escandalicen sus miserias» (Jiménez). Las acciones inútiles en las que exhibe a los olvidados no son las únicas anómalas. En ocasiones, alimenta el espectáculo provocando situaciones que merecen sonoros titulares en los medios, como por ejemplo un enorme embotellamiento en el Anillo Periférico de la Ciudad de México (1998). Acontecimientos de este tipo se insertan sin estridencia en la lógica del accidente constante, dogma informativo intocable.


Las instalaciones creadas por Francesc Torres poseen un alto contenido conceptual, una sólida base documental y una visualidad refinada y alegórica. Senderos de gloria (1985), aborda el tema de la violencia bélica a partir de la metáfora de los video juegos. La premisa de la instalación establece una equiparación entre la guerra librada en el campo de batalla y la guerra reducida y empaquetada en forma de juego de vídeo inofensivo. Para Torres, la distancia y diferencia entre estas dos realidades es cada vez menor. La guerra, señala, es cada vez más abstracta, cada vez más parecida a un juego de simulación. Esto facilita y encubre el acto de matar a un semejante. En lugar de abordar la cruda y terrible realidad de la guerra, Torres plantea mediante la metáfora del videojuego el escamoteo habitual en conflictos de esta magnitud. Materialmente, la instalación presenta en una amplia sala cinco videojuegos de invasores del espacio, cuatro convencionales y el quinto provisto de un monitor con una cinta monocanal, que exhibe un colage de documentales rodados en diversas guerras del siglo XX. El soporte ha sido coloreado y alterado físicamente para mimetizarlo con la estética de los videojuegos de las cuatro máquinas restantes, que se centran en los marcianos invasores, metáfora recurrente del otro en numerosas ficciones cinematográficas. Las cinco máquinas se disponen en forma pentagonal, y están ligadas entre sí mediante alambre de espino y moles de hormigón. La instalación se completa con otros elementos, entre los que destacan una gran pantalla flotante en la que se proyectan imágenes fotográficas de guerras contemporáneas, con texturas y retoques que las acercan tanto al mundo de la televisión como al de la pintura tradicional y un peculiar esquema de iluminación, que invita al recogimiento y recuerda un ambiente sacrificial, reforzado por la presencia de parihuelas militares. La realidad monstruosa de la guerra se banaliza cuando se convierte en videojuego para adolescentes, en una atmósfera híbrida entre campo de batalla y salón de juegos, con situaciones que premian la destrucción de un adversario deforme y deshumanizado. La guerra real adquiere aquí un precedente higiénico y aventurero, enfrentando al jugador a una serie de pruebas con las que se le instruye en una profesión al parecer con futuro. La guerra informativa descubre en esta instalación un modelo irónico de asepsia, en el cual el documento acaba desembocando en la ficción (Torres).


Las enseñanzas que pueden extraerse de las pinturas negras de Warhol pensamos que todavía no están agotadas totalmente. Los recursos expresivos utilizados en la serie mencionada, también conocida como Death series (1962-1965), son de una sobriedad y de una eficacia extraordinarias. Contrastes duros entre lo oscuro y lo claro, áreas entintadas de negro frente a áreas en blanco, la seriación de una única imagen combinada con vacíos silenciosos, son recursos destacados que actúan como elementos simbólicos y sirven para crear un clima grave y melancólico. En estas imágenes Warhol aborda episodios públicos marcados por la violencia. Sin embargo, todo es implícito, frío. Para Crow, la repetición mecánica de un motivo, por ejemplo diecinueve veces la imagen de un automóvil en pedazos, mirado a distancia y convertido en una sombra que se obstina ante nuestra mirada, equivale a «registrar el horror predecible, cotidiano de otros sucesos con idéntico resultado». En una composición de este tipo, las áreas saturadas y las áreas en blanco desencadenan un eficaz «juego de presencia y ausencia», con el que Warhol muestra lo impresentable, se refiere a «la muerte de una manera simple y llana» y alude también a algo más recóndito, situado «más allá de la posibilidad de figuración».


Otro ejemplo destacado de la serie lo forman las serigrafías de la silla eléctrica[x]. Se encuentra en estas imágenes una manera impersonal y contundente de mostrar la violencia como realidad repudiable. Sostiene Crow que hay en todas ellas, una vez más, «una fuerte dialéctica de plenitud y vacío», expresada mediante «dramáticos saltos entre presencia y ausencia», un contraste polar que alude también a lo no representable y numinoso. Sin embargo, la pena de muerte como tema político en el conjunto de la serie queda vinculada con la muerte de inocentes en accidentes de tráfico, como si los desastres de uno y otro tipo apuntasen en una sola dirección.


Los trabajos de Warhol, Torres y Sierra, comprometidos y a la vez sobrios y distantes, responden a los criterios del studium, y pueden situarse en la estela de la estética basada en el decoro. Suponemos que como ocurre en otros procesos de comunicación, hay en la comunicación de la violencia una apelación especialmente dirigida a un tipo particular de audiencia. En la iconografía barroca de los siglos XVII y XVIII, destinada a mover la devoción popular, las piedades y los martirios se adentraron en excesos naturalistas de un efectismo muy marcado, con el fin de conmover a través de los detalles truculentos. Esta estética paradójica se dirigía al pueblo llano sobre todo. Su verismo parece situarse más allá de toda convención estética y atrapar la verdad de lo real en mayor medida que las estéticas basadas en la contención[xi]. Pero si a gran distancia la realidad humana desaparece, la excesiva proximidad de la estética basada en el pathos y en el punctum tiene un efecto parecido, y también eclipsa y reifica.


La estética del clasicismo reconocía, aunque rehusaba, el poder movilizador de los detalles morbosos y de las emociones desatadas. Según Lessing, «Nuestra simpatía siempre está en proporción al sufrimiento expresado por el objeto de nuestro interés». Burke también atendió al poder de persuasión de la «simpatía», entendida «como una especie de sustitución por la que nos ponemos en el lugar de otro, afectados en muchos aspectos tal como él lo esté». La estética clasicista criticará las manifestaciones barrocas que explotaban la identificación empática mediante la complacencia en el exceso por conducir a la perversión del gusto, y no abandonará nunca su anclaje en el decoro y su inspiración en la sencillez y la sobriedad. En consecuencia, el clasicismo apelaba a una audiencia menos emocional, a la que le bastaba la sugerencia. Todo lo estoico es antiteatral, afirmaría Lessing, definiendo así el espíritu racionalista y antibarroco de la segunda mitad del siglo XVIII.


La preceptiva clasicista no admitía para la imagen más que lo bello, concebido como trasunto de la verdad. Hablando de los artistas de la Antigüedad, Lessing dirá que «[N]i el furor ni la desesperación profanaron ninguna de sus obras». Para Lessing la verdad de la expresión es la meta del arte, y la verdad se consigue únicamente cuando se sabe escoger con acierto un determinado instante de la acción. Afirma que culminante «es sólo el instante que deja el campo libre a la imaginación. […] el instante del paroxismo es el que menos goza de ese privilegio», por tanto, mostrar el grado extremo de la pasión o el sufrimiento es «ligar las alas de la imaginación», porque ese instante no permite la inferencia y niega el adecuado despliegue de la noesis. La doctrina clasicista del decoro, cifrada en las líneas precedentes, implicaba que las pasiones más vehementes se debían suavizar y convertir en pasiones análogas temperadas[xii]. Verdad y contención tienden a converger en la visión de Lessing. Pero en situaciones límite, cuando no es posible moderar un sentimiento y sin embargo, como señala el autor, «la desesperación habría sido causa de envilecimiento y deformidad» el artista comprometido con el decoro se encuentra ante una curiosa disyuntiva expresiva. En este punto, y a modo de recomendación, Lessing relata la estrategia seguida por Timanto, pintor griego del 400 a. C. y autor de «Sacrificio de Ifigenia», obra de la que sólo tenemos noticias literarias. El momento representado por Timanto muestra a los presentes profundamente afligidos por el destino de la joven. Transcribiendo la fuente antigua, dice Lessing que el pintor «distribuyó los grados de tristeza que eran propios a cada uno de los personajes asistentes en el acto; pero como el rostro del padre tenía que expresar el dolor supremo, le cubrió con un velo».


Lessing refiere las distintas explicaciones que ha suscitado decisión semejante. Con tal de reforzar su idea de que sólo la belleza es digna de figurar en la representación artística, concluye señalando que el ocultamiento de Timanto «es un sacrificio que el artista hizo a la belleza». Pero Lessing también da cuenta de la explicación de Valerio Máximo, según el cual, «el dolor de un padre, en parecida circunstancia, está por encima de toda imitación». La explicación del escritor de la antigüedad romana —entendemos— está de acuerdo con la doctrina de lo sublime acerca de los límites de la representación y apunta en la dirección del decoro y del studium. La distancia temporal parece menos relevante que la actitud afín que puede descubrirse en la decisión de Timanto y en los vacíos de las serigrafías de Warhol. En uno y otro caso se omite la representación abierta del dolor extremo, concebido como estado impresentable.



José Alberto Conderana




i Empleamos el término «fotografía» en sentido muy amplio. En esta denominación incluimos todos los medios técnicos de reproducción visual, sean videográficos o cinematográficos, en soporte celuloide o en soporte electrónico o digital. Las consideraciones que desarrollamos son de carácter genérico y pensamos que pueden aplicarse tanto a la imagen fija como a la imagen en movimiento.

[ii] Recientemente Rafael Argullol se refería al inexorable avance de la maquinaria bélica que a estas alturas de los tiempos sigue cavando el hondo cimiento de la hegemonía, y al tipo de conciencia que este avance, que es un avance en contra del prestigio de la razón, genera en el espectador, en términos que pueden aplicarse a la presentación informativa del acto violento, tan a menudo envuelto en lo que Argullol llama «la atmósfera de lo irremediable». Semejante atmósfera sumerge en un estado de pasividad y resignación, «Algo que se nos escapa pero que nos incumbe, “algo que no podemos evitar” lenta e implacablemente convertido en algo “que no debemos evitar”. […] Éste es el aspecto más oscuro de los acontecimientos de la actualidad: la sensación de estar sometidos a un poder que obra como un destino, es decir, sin ofrecer margen de maniobra. […] Podemos examinar las grandes acumulaciones de poder de cualquier época y siempre observaremos esa sacralización del destino».

[iii] Citamos el facsímil editado por Arquitectura en 1985, con traducción de Juan de la Dehesa para la primera edición castellana, del año 1807. Evidentemente respetamos la puntuación del texto original.

[iv] También Kant identificaba en lo sublime una dimensión seductora, «atracción y repulsión de un mismo objeto».

[v] El debilitamiento de las normas vinculantes y la creciente desconexión de los órganos sociales establecidos y aceptados a finales del siglo XIX fueron también detectados por Nietzsche en sus reflexiones sobre el ocaso de los valores morales tradicionales. «¿Qué significa nihilismo? Que los valores supremos se desvalorizan. Faltan los fines, falta la respuesta al “¿por qué?”. […] la verdadera, la gran angustia, es esta: el mundo ya no tiene sentido». El diagnóstico de Nietzsche se repite más adelante. «Se ha alcanzado el sentimiento del sin valor de la existencia cuando se ha comprendido que no puede ser interpretada en su totalidad ni con el concepto de fin, ni con el concepto de unidad, ni con el concepto de verdad. Con ello, no se alcanza ni se obtiene nada; falta la unidad global a la pluralidad del devenir; […] En resumen, las categorías de fin, unidad, ser, gracias a las que hemos atribuido un valor al mundo, son desechadas de nuevo por nosotros –y el mundo parece haber perdido todo valor». En estas circunstancias la distinción entre medios de acción legítimos e ilegítimos se viene abajo y en el vacío resultante el imperio de la violencia puede alcanzar el máximo desarrollo.

[vi] Véase Barthes, La cámara lúcida.

[vii] Encontramos aquí el problema de la representación obscena que ha analizado recientemente Hal Foster, es decir, una representación sin escena, en la que el objeto aparece demasiado cerca del espectador y actúa como fuente de punctums, detalles que cortan inexorablemente. El exceso de proximidad impide que el espectador se comporte como un cómodo voyeur, pero impide también, y esto parece aún más relevante, que se comporte como observador reflexivo.

[viii] Una medida tomada recientemente para escapar de la tiranía irracional del punctum y, en consecuencia, para intentar vencer la utilización instrumental y comercial de la violencia, la debemos a la BBC londinense. Esta cadena protege desde 2001 la identidad de víctimas y familiares, en atención al derecho que asiste a los dolientes y al respeto que merece su estado de indefensión. Admitimos con López Talavera que este derecho debe prevalecer sobre otros derechos concurrentes, como el de la audiencia a estar plenamente informada e incluso el del informador que pretende cristalizar retinianamente detalles escabrosos.

[ix] La acción puede consultarse en www.thing.net/~cocofusco/sierra.html.

[x] Varios segmentos de la serie se encuentran en www.warhol.org y en www.centrepompidou.fr.

[xi] Buen ejemplo de los excesos naturalistas del barroco son las tallas de Gregorio Fernández y su escuela, donde es posible encontrar el cuerpo humano descoyuntado y exhausto después de haber estado sometido a episodios de gran violencia. Esta estética del pathos era la más eficaz para arrastrar al pueblo receloso a los dominios de la fe contrarreformada y para infundir un temor que sólo podía aliviar la doctrina oficial.

[xii] Pasiones desbordadas como la cólera o el llanto debían mostrarse aplacadas, encauzadas respectivamente como severidad y tristeza. Así lo exigía el decoro.




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