De la metamorfosis de la escultura conmemorativa en la ciudad contemporánea: El monumento como palimpsesto social



Hoy en el mundo no hay nada tan invisible como los monumentos. Ésta es la sospecha que Robert Musil manifiesta en ciertos escritos publicados después de su muerte, una aprensión que hoy día nos parece bastante acertada. Sin embargo, con esta afirmación Musil, más que a la desaparición del monumento conmemorativo, alude a su incompatibilidad con el entorno circundante, con el espacio urbano en el cual se encuentra emplazado y con el que debería establecer un vínculo claro y explícito.

El monumento de acuerdo a su etimología latina define un objeto, normalmente escultórico, acomodado en un espacio público, con la finalidad explícita de mantener en vigor el recuerdo de un evento pasado, estableciendo un vínculo oportuno con el lugar en el cual está situado y en sintonía con una narración histórica o mitológica. Por esta razón siempre ha sido considerado como una de las expresiones más tangibles de la permanencia, de la firmeza y la inmovilidad, de la solidez y la duración. Sin embargo, en la sociedad moderna perdió paulatinamente gran parte de su sentido. La escultura es aburrida, aseguró Baudelaire en uno de sus escritos de 1846, aludiendo a los monumentos que poblaban las calles de París y que consideraba objetos anacrónicos y vetustos, monótonos y rígidos, que se mostraban antitéticos al vigor y al aliento modernistas, en los que el poeta percibía un impulso frenético hacia la velocidad, la dispersión entrópica y el cambio. Por lo tanto, Baudelaire no podía concebir la escultura como un género apropiado para describir la nueva sensibilidad moderna. El culto tradicional a los monumentos ya no reflejaba las nuevas exigencias de la sociedad industrial; el monumento se estaba convirtiendo en un objeto baldío, su razón de ser entraba en crisis.

Lewis Mumford —sobre el cual estas ideas deben de haber ejercido mucha influencia— emitió casi un siglo después (1938) su juicio, en el que condena a muerte el monumento por ser esencialmente inútil para el urbano contemporáneo. Mumford veía el monumento como una especie de reliquia, un residuo antimoderno del pasado que se obstinaba a permanecer en un tiempo que ya no era el suyo. Este objeto fuera de (su) lugar amenazaba los valores más importantes de la civilización moderna, sobre todo su necesidad constante de transformación, evolución y rejuvenecimiento. Por esto Mumford dejó bien claro que: Si [algo] es moderno no puede ser un monumento y viceversa, lo cual significa también, implícitamente, que todo monumento se opone y entorpece las comunicaciones y los vertiginosos desplazamientos por la urbe, facilitados por los rápidos y eficaces medios de trasporte. En una palabra: el monumento es antifuncional, pragmáticamente inútil, no aporta ningún beneficio a las ciudades modernas.

Como si no bastara, a estos reproches sobre el carácter «vetusto» y «antifuncional» del monumento, se añade otra cuestión ideológica más reciente: Debido al hecho irrefutable de que todo monumento posee una carga ideológica lo suficientemente fuerte como para no verlo como un inocente objeto decorativo, muchos gobiernos democráticos han exigido su remoción cuando sus contenidos estéticos e ideológicos ya no eran apropiados para reflejar sus paradigmas liberales. Numerosos monumentos han tenido que ser sacrificados por culpa de los errores de los gobernantes corruptos. El ex estado soviético es un ejemplo bastante significativo, puesto que muchas de las estatuas —que habían simbolizado durante años la ideología del régimen, glorificando sus ideas y sus líderes— fueron derribadas y arrasadas, de manera muy parecida a como nos mostró Serguéi Eisenstéin en una célebre escena de su película más famosa: El acorazado Potemkin. Este proceso lo denominó Gorbachov en 1990 «una revolución de la mente». Las estatuas de mármol y piedra fueron sacadas y despedazadas por ser culpables de representar a falsos héroes cuyas hazañas —lejos de representar las mejores virtudes y el bien común— aparecían ahora corrompidas por delirantes ensueños de gloria y poder. De este modo todos los ideales que los monumentos encarnaban caían en pedazos y sus pretenciosos intentos utópicos de crear mundos mejores revelaban su carácter más ilusorio. Sin duda lo más curioso de dicho proceso de desenmascaramiento del monumento heroico fue que a partir de entonces no se construyeron nuevas estatuas en sintonía con los nuevos valores de los nuevos líderes reformistas, y en lugar de representar nuevos héroes se optó —de acuerdo con la lógica de Mumford— por desmantelar o dejar decaer a los viejos monumentos, suministrando al espacio urbano otros elementos prioritarios para sacar baza del fortalecimiento y la evolución rápida de las comunicaciones: Semáforos, vallas publicitarias, mobiliario urbano, centros comerciales, luz eléctrica... El hecho más significativo de este proceso bastante apresurado fue la desaparición del culto a las figuras del pasado, tanto en su interpretación legendaria y mitológica, como en su reinterpretación revisionista e ilustrada. Las epopeyas que representaban los monumentos dejan de tener sentido y valor, dando paso a nuevos y significativos hitos urbanos.

Numerosos teóricos del arte han razonado sobre la manera en que dicha desaparición se relaciona también a otra, la de la escultura. En realidad el término «desaparición» es en ambos casos un paradigma únicamente imaginario, figurado, para enunciar una transformación tanto en la escultura como en el monumento. La nueva escultura trastoca el significado del monumento conmemorativo, bien desmitificándolo —como en el caso, por ejemplo, de la ironía ácida que utiliza Claes Oldenburg en la mayoría de sus esculturas públicas— o bien atacando su más íntima y esencial característica, la reclamación de firmeza y persistencia. Por esta razón la escultura conmemorativa se fue convirtiendo en un objeto efímero. Rosalind Krauss a tal propósito afirmó que el monumento —desde Rodin— se había convertido en una escultura autoreferencial, es decir, un monumento huérfano, que no mantenía ninguna relación con el lugar en el cual se establecía, lo cual lo convertía por una parte en escultura efímera y por otra parte en un monumento que contradecía a su misma lógica. Después del modernismo vanguardista, a principio de los 60, el monumento recobra su específica identidad, volviendo a tener relación con un espacio concreto, sobre todo con el llamado site specific; sin embargo ya era demasiado tarde —afirma Krauss— puesto que el mismo concepto de escultura entonces se había transformado y el monumento conmemorativo ya no podía volver a representar lo que había representado antes del modernismo.

El aparente retorno a la lógica del monumento no es en realidad otra cosa que su disolución definitiva, por medio de una transformación y expansión del campo de lo escultórico —the expanded field— que produjo interesantes interferencias entre escultura, espacio urbano y arquitectura. Estas interrupciones y perturbaciones de la lógica del monumento generaron nuevas ambiciones y necesidades por parte de artistas plásticos, arquitectos, urbanistas y promotores artísticos y administrativos, que, obligados a trabajar colectivamente, acortaron las barreras profesionales, tomando por primera vez en cuenta los diferentes problemas que la realización y el emplazamiento de una escultura en el espacio urbano plantean.

Las relaciones fueron particularmente fructíferas sobre todo cuando se vincularon a diferentes planteamientos de matiz neoconceptualista, provocando un desborde desde cuestiones propiamente artísticas hacia el marco institucional. Los años 80 han sido muy productivos en este sentido, por las heterogéneas propuestas de arte político y socialmente comprometido que han dominado la escena del espacio urbano, tanto en EE.UU. como en Europa. A pesar de la diversidad, Sazanne Lacy trató de vincular todas estas propuestas a un único campo de experimentación artística —el arte público de nuevo género—, señalando un conjunto de prácticas bastante híbridas que tenían en común la pretensión de abandonar el concepto modernista de «público», organizándose con las fuerzas de contestación social. Más allá del infructuoso debate académico sobre lo artístico y lo estético, que muchas de estas intervenciones —herederas tanto del conceptualismo de los 60 como de los movimientos feministas de los 70— provocaron, me interesa especialmente el aspecto novedoso que implica desplazar la producción de significado desde el ámbito exclusivamente artístico al de los movimientos sociales. Naturalmente, todo esto transforma progresivamente el concepto de monumento conmemorativo, ya duramente atacado por el modernismo, concebido ahora no tanto a partir de la noción de un objeto planificado, sino desde una específica y exclusiva relación con el ambiente circundante, es decir, con el espacio urbano y los individuos que lo habitan. Es precisamente a partir de esta nueva idea de lo que el monumento podría significar hoy en día que tenemos que considerar las nuevas propuestas de aquellos artistas que lo toman como referencia principal en sus trabajos escultóricos en el espacio urbano.

El teórico alemán Sven Spieker ha adoptado la sugestiva metáfora de «monumentos por injerto» —aludiendo a una definición usada en la botánica para explicar cómo diferentes plantas pueden ser mezcladas y coexistir combinándose e incrustándose entre sí, modificando su estructura exterior e interior, y creciendo como un único ser orgánico— para aplicarla a algunos nuevos monumentos. De esta manera Spieker pretende explicar su génesis y desarrollo en la estructura urbana y social, a partir de una yuxtaposición de esculturas, arquitecturas, y otros elementos que son el resultado de las diferentes organizaciones de los habitantes de un espacio urbano que crean vínculos sociales en el mismo. Lo que caracterizaría el nuevo concepto de escultura conmemorativa, según Spieker, sería su flexibilidad, su capacidad de adaptarse a los diferentes contextos sociales y urbanos, transformando radicalmente tanto su aspecto exterior como su valencia simbólica e ideológica. Naturalmente dicha transformación siempre se manifiesta de forma imprevisible e incontrolada, lo cual dota esta teoría también de cierto fascino revolucionario.

Por esta razón los «monumentos por injerto» de Spieker nos remiten a dos diferentes conceptos de tergiversación: el détournement, teorizado en 1956 por los entonces letristas disidentes Guy-Ernest Debord y Gil-Joseph Wolman, y la perruque, según la interpretación del historiador y antropólogo francés Michel de Certeau (L’invention du quotidien: 1. Arts de faire). Un ejemplo bastante significativo del primer caso podría encontrarse en las proyecciones del artista polaco Krzysztof Wodiczko, que desde los años 80 recorre el mundo «disparando» iconografías luminosas sobre distintos monumentos y creando sus peculiares «injertos efímeros», unas propuestas provisionales, fugaces y transitorias que transforman los monumentos públicos formal e ideológicamente, destapando algunos de los más importantes secretos que ocultan atrás de su apariencia pomposa y grandilocuente. Wodiczko, al igual que los situacionistas —de los cuales el mismo artista se declara en parte el heredero—, trabaja con material preexistente —en este caso el monumento conmemorativo o el edificio en el cual interviene— trasformándolo a partir de una revisión estético-conceptual, con la cual reactiva simultáneamente su carga simbólica latente y su potencial critico implícito y oculto.

Con respecto al modelo de Certeau, el mismo Spieker nos describe un caso muy emblemático, el del monumento conmemorativo inaugurado en París en 1987 con el titulo de Llama de la libertad, representante una copia exacta de la llama de la célebre estatua de Nueva York y donado a la ciudad francesa por el International Herald Tribune con motivo del centenario de la inauguración del monumento newyorkino y en signo de amistad política y de supuesta semejanza ideológica entre los dos países. El regalo fue el pretexto para recordar la amistad franco-americana, puesto que la Llama simboliza el ideal de libertad abstracta, que es asimismo el fundamento de la democracia y de los derechos humanos y civiles en ambos países. Sin embargo, diez años después, un evento casual —la muerte de la princesa de Gales, Lady Diana, justo debajo del Puente del Alma, lugar donde fue colocado el monumento— cambió radicalmente tanto la valencia ideológica como las características formales del mismo, que dejó de ser para mucha gente el símbolo de unos ideales abstractos para convertirse en el «Monumento de Lady Di». En este caso especifico el monumento se convirtió en un «altar espontáneo», es decir en «un palimpsesto de múltiples capas» (Spieker) en el cual los visitantes de todo el mundo siguen depositando sus homenajes —flores, fotografías, cartas, etc.— a la difunta princesa. A diferencia del modelo de Wodiczko, más asociado al détournement situacionista, el caso del «Monumento de Lady Di» se aproxima mucho a la práctica que de Certeau llamó une maniére de perruquer por el hecho de que podría ser interpretado —según él— como una nueva lectura de aquellas «prácticas populares»; éstas a pesar de operar dentro del espacio institucionalizado lo «metaforizan», haciéndolo funcionar en otro registro sin dejarse encasillar en los modelos operativos controlados e impuestos por el mismo. Además, aparte de las evidentes anticuadas cuestiones sobre la autoría, este ejemplo nos plantea la posibilidad de pensar en el monumento, como en un producto que el mismo espacio —en el sentido de «un palimpsesto social»— conserva y metamorfosea incesantemente.

La vigencia teórica de estos diferentes modelos de tergiversación se conecta con la historia de los nuevos monumentos, y la teoría de Spieker nos provee de sólo uno entre muchos ejemplos posibles que pueden guiarnos en la exploración de sus nuevos significados. Sin embargo, los injertos de Spieker pueden producirse en muchas condiciones diferentes, ocasionando también fracturas muy traumáticas entre el presente y el pasado, sobre todo cuando lo que se busca es la recuperación de una memoria colectiva olvidada, como en el caso del monumento Und Ihr Habt doch Gesiegt! (¡Y después de todo habéis ganado!) que Hans Haacke realizó en 1988 en la ciudad austríaca de Graz, o de los «monumentos negativos» —que Andrew Causey bautizó también con el nombre de antimonumentos— como Black Form, escultura que Sol Lewitt dedicó a todas las víctimas (ausentes) del holocausto judío, y también podríamos incluir en esta lista algunos de los «monumentos invisibles» creados por el artista alemán Jochen Gerz.

Sin embargo, a pesar de sus diferencias formales y de los complejos planteamientos conceptuales de sus artífices, todas estas propuestas tienen en común la voluntad de reconsiderar el monumento conmemorativo remitiéndonos a su contexto, lo cual significa que el contenido no puede centrarse en la obra en sí misma, sino en su relación con el espacio en que se sitúa. Por lo tanto tenemos suficientes razones para creer que los monumentos en nuestras ciudades contemporáneas lejos de eclipsarse, pueden renacer —como el Ave Fénix— de sus mismas cenizas. Sin embargo, esta regeneración podría convertirlos igualmente en objetos inéditos —incluso irreconocibles—, entidades que podrían facilitar nuevos sucesos sociales, e impulsar —frente al peligro del olvido— a nuevas lecturas, interpretaciones y reapropiaciones de la memoria histórica colectiva.

Antonio Bentivegna



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