MOMBAÇA VI: Caníbales y terroristas (FE DE ERRATAS)

En la sexta edición de la revista MOMBAÇA, se publicó un artículo titulado «Caníbales y terroristas» de Juan Daniel Elorza Saravia. Por motivos que no sabemos explicar, falta el último párrafo del texto; nos imaginamos que en el proceso de edición, corrección y maquetación, que implica un ir y venir del documento de un ordenador a otro, se habrá borrado y no nos dimos cuenta porque nos seguía pareciendo la parte sobreviviente muy coherente. Es una torpeza injustificable: Le pedimos a Juan Daniel y a sus lectores nuestras más sinceras disculpas por nuestra falta de atención y profesionalidad. Incluimos aquí el texto completo, tal como él lo había mandado, para que los lectores de MOMBAÇA tengan la oportunidad de disfrutarlo como corresponde.

CANÍBALES Y TERRORISTAS

Cuando era niño me sentía morbosamente intrigado por los relatos de caníbales. Me gustaba fantasear con hordas de musculosos africanos, ataviados con vistosos abalorios de huesos humanos, persiguiendo a un puñado de misioneros o exploradores caucásicos para convertirlos en su cena.

Ya un poco más crecido, leyendo las crónicas de los conquistadores españoles en el Nuevo Mundo, descubrí que mis antepasados, los indígenas meso y suramericanos –incluso los de las más frugales y amistosas tribus- fueron calificados de «caníbales». Me habían engañado en el colegio.

Pero la cosa no paró ahí, con el tiempo me fui enterando de que la historia sobre los Iroqueses, Polinesios, Mapuches, Chibchas y casi todas las tribus africanas ha estado plagada de acusaciones formales de antropofagia por parte sus enemigos o conquistadores. El mote de «caníbal» fue utilizado por toda la civilización occidental hasta bien entrado el siglo XIX para deslegitimar, barbarizar, y sobre todo, deshumanizar al contendor. El consumo de carne de semejante era la peor pesadilla del imaginario colectivo de la época, y el acusado de cometerlo devenía en una bestia que debía ser aniquilada a toda costa. El canibalismo fue concebido entonces como el límite cultural último, el indicador definitivo para justificar la eliminación física del otro.

Cualquier parecido con la actualidad no es meramente coincidencial. Así como el caníbal se convirtió en el emblema de la alteridad y una poderosa razón moral para la escabechina del colonialismo, contemporáneamente utilizamos el adjetivo «terrorista» para los mismos fines. En ese sentido, la identificación del otro, coincide con la del habitante del eje del mal, ése que se ubica más allá de las fronteras de la cultura occidental, independientemente del lugar físico donde se encuentre.

Explicaba el filósofo americano Richard Rorty, que los derechos humanos son cuestión de mera sentimentalidad; se los otorgamos pseudo-racionalmente a quien sentimos como nosotros, a la vez que se los negamos a quien percibimos como algo ajeno a nuestra especie, a quien no consideramos humano. Esa deshumanización parece tener un perverso efecto reflejo: en el acto de la destrucción del otro se refrenda la humanización del yo. Es decir, que la realización de los valores occidentales (supuestamente antiterroristas) se verifica en la eliminación de los valores ajenos (todos los que nos huelan a terrorismo). Además creemos que esta operación nos eximirá en un futuro de cualquier juicio histórico o que, por lo menos, este juicio no se hará a partir de la moralidad, pues el comportamiento específicamente moral no se exige frente a quien no es humano, frente a quien es terrorista.

El problema entonces se remite a otra instancia: averiguar quién es terrorista. En el siglo XIX y en la primera mitad del XX existían numerosas organizaciones alrededor del mundo que describían sus propios actos como «terroristas», afirmando que eran la única forma de presionar para el logro de sus cometidos. De hecho, durante la Segunda Guerra Mundial los movimientos de liberación nacional de los países ocupados recurrieron a aplaudidas tácticas terroristas contra los invasores. Hoy, es común encontrar asesinos en masa, sicarios, traficantes, torturadores, sicópatas, o violadores que admiten su condición criminal -y algunos hasta con cierto orgullo- pero, extrañamente, a partir de los años cincuenta ninguno de ellos se haría llamar a sí mismo «terrorista».

Es un término muy raro, adjetivo y sustantivo que sólo se usa como parámetro para definir personas o conductas ajenas, mas nunca las propias. En cualquier contienda contemporánea, los bandos se incriminan mutuamente de terroristas: el «terrorismo global» de Estados Unidos y sus esbirros contra el «terrorismo islamista», el «terrorismo de Estado» ejercido por el gobierno colombiano contra el «narcoterrorismo» de las Farc, el «terrorismo de liberación» de los palestinos contra el «terrorismo de ocupación» israelí; etc… Si nos remitimos a la definición del diccionario (sucesión de actos violentos ejecutados para infundir terror) resultará que todos ellos son terroristas.

Como es usual, los grandes medios de comunicación salen a nuestro rescate relevándonos de pensar, diciéndonos a quién podemos o debemos calificar como «terrorista». La legitimidad del término depende de quien lo use, independientemente de su propia conducta. Por ello, si los dioses de Occidente o sus legiones cometen actos de violencia o crueldad desproporcionada con el fin de amedrentar a la población enemiga, a lo sumo se les podrá acusar de exceso de poder, violación del Derecho Internacional Humanitario y los derechos humanos, o de cualquier otro tecnicismo, pero nunca de terroristas.

La identificación del caníbal no adolecía de estos problemas pues se refería únicamente al consumo de carne humana, sin atender al color de la piel que cubría la carne. Aún así, la historia nos mostró que casi la totalidad de las inculpaciones de antropofagia a los pueblos inéditos eran sólo un pretexto para desapropiarlos y sojuzgarlos. De todas ellas sólo quedó un puñado de casos comprobados de lo que los antropólogos llaman «canibalismo ritual». Éste último sí puede tener su par en el terrorismo presente. Gracias a ese otro invento redentor del mundo que es la democracia, la voluntad de los dioses contemporáneos sólo puede ser alterada mediante el estremecimiento de la opinión pública. Los caníbales de la actualidad convierten a los medios de comunicación en un sucedáneo de la ceremonia de ofrenda, pues la existencia de la democracia representativa permite que la opinión pública sea el ámbito ritual del terrorismo.

Como ya está demodé todo lo post, y nos arrastramos por los charcos de lo neo, me pregunto si el neocolonialismo tiene en el terrorismo a su «neocanibalismo», y me pregunto si aquí, como antes, se volverá a cumplir la pesadilla de Bernard Shaw en la que los misioneros terminaron comiéndose a los caníbales.

Juan Daniel Elorza Saravia
jdelorza@yahoo.com



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